Invictus (II)

Clint Eastwood sabe tanto por viejo como por diablo. Después de tantos años de carrera ha conseguido alcanzar una cima a la que todo artista aspira: no necesitar vender nada. Una película que implique a Eastwood es un marchamo de calidad que termina impregnando la cartelera con un público satisfecho.

Al tito Clint le sucede como al Mandela de ‘Invictus’, inspira. Cada palabra de Morgan Freeman es una delicia, un discurso atractivo y encantador del que no dudamos nunca. Freeman/Mandela usurpa el papel de entrenador de los ‘Springbocks’, el equipo de Rugby llamado a ganar la copa del mundo, para ser la gran metáfora de la historia: el poder de uno para cambiar el todo.

Pero sería injusto quitarle mérito al capitán del equipo, al líder que guía a los Springbocks a la victoria: Matt Damon. He de confesar mi debilidad por el actor. En los últimos años, sus trabajos camaleónicos han alcanzado -casi en todos los casos- el aplauso de crítica y público. Desde su maravillosa ‘El Indomable Will Hunting’ -con la que ganó el Oscar a Mejor Guión Original- y su carismática ‘Rounders’ -el poker siempre fue muy fotogénico. Muy cinematográfico-, ha pasado por películas que supieron combinar sus facetas más dramáticas con un físico diseñado para la acción (como la excelente saga de Bourne).

‘Invictus’ es un éxito humano. Una gran película por sus personas y por la devoción que actores y director demuestran por sus protagonistas. Es una oda a Nelson Mandela, un capítulo de la historia aún reciente que sigue siendo imprescindible. Hay muchas razones por las que debería ver ‘Invictus’: inspiración, Historia, amor al deporte, superación… Pero debería bastar con decir que es, otra vez, un éxito de Clint Eastwood.

Invictus (I)

Los jueves, al caer la noche, jugamos al baloncesto. Los focos de nuestro antiguo colegio alumbran una cancha sin techo, aislada de toda opción de realidad. Alrededor de la canasta el mundo gira a ritmo de rutina; a sus pies, se libra la más importante de todas las batallas. Más allá de la línea de tres, la sociedad nos califica de jóvenes altamente cualificados, racionales. Pero basta el eco del balón estallando en el tablero para avivar la pasión. Para desmenuzarnos como personas y olvidar que hay vida más allá del partido. El lazo invisible que une los pasos de todo el equipo hace que morir por el otro no sea una opción. Es una decisión.  Cada canasta nos acerca al Vallhalla, a un éxtasis universal que nos honrará como ganadores. Y, en la derrota, un orgullo elitista nos ayudará a sobrevivir otra semana: “Al menos, yo estuve allí”.

¿Qué tiene el deporte? ¿Por qué nos confiere ese poder tan absolutamente irracional de sentirnos poderosos, de sentirnos protagonistas del mundo? Ninguna actividad del ser humano genera tanta empatía como el deporte. Nos hermanamos con una sonrisa cuando el otro dice “yo también soy del Madrid”. ¿Recuerdan? Minuto 33. 29 de junio de 2008. Fernando Torres mete gol y España se desata en vítores. Las grandes avenidas se llenaron de rojo, nunca vimos tantas banderas en la calle. La marea nos hizo fervientes creyentes de que merecía la pena ser español. Y, por primera vez, el canto en las gradas clamaba un amor patrio. “¡Yo soy español, español, español!”

‘Invictus’ habla de la inspiración y su capacidad para cambiar el mundo. Habla de la épica que nos empuja a seguir corriendo cuando perdemos de goleada. Habla de la necesidad de sentirnos parte de un ejército y de luchar batallas, de armarnos de voluntad y marchar a la guerra. La única guerra que no matará ni humillará, pero que nos permitirá vivir la épica de superar el desafío. La única guerra que se enorgullece cuanto más grande, más fuerte y más peligroso es el contrincante. La que más une.

Imagínense rodeados de sus hermanos, cargando hombro con hombro, antes del partido. Se miran a los ojos, generan confianza, buscan unas manos en las que depositar su vida. Y, entonces, una voz sosegada se clava en sus entrañas: “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma”… ¿Cómo no aullar, cómo no gritar “cuenta conmigo”? Ningún deportista debería olvidar su inmenso poder para inspirar.

Las otras vidas de Morgan Freeman

Los apellidos hablan de nosotros, de lo que fuimos, de lo que somos. Siempre me pareció interesante el estudio de los árboles genealógicos. Mirar atrás y descubrir tu ascendencia, imaginar aquella primera vez en la que un tipo llegó a la plaza del pueblo y preguntó en voz alta ¿dónde está el ‘cabrero’? Las otras vidas de Morgan Freeman tuvieron que ser apasionantes. ‘Freeman’. ‘Hombre libre’. Él representa a una generación de artistas afroamericanos (1937) que tuvieron que sufrir el apaleo constante del insulto y la indiferencia. Del miedo y la ignorancia. Pero que hoy son moraleja viva de una generación muerta.

Morgan Freeman es presencia. Es el actor con el que todo productor querría contar en su película porque, desde sus primeras años ‘Paseando a Miss Daisy’, no ha dejado nunca de seducir a la cámara. Y a nosotros. No es el más guapo ni el más dicharachero, pero tiene el carisma de los grandes; más que suficiente.

Su trabajo demuestra que los personajes que rondan al protagonista, los secundarios, son imprescindibles para amar una película. Sirvió de conciencia a Kevin Costner en ‘Robin Hood, Príncipe de los Ladrones’, a Hillary Swank en ‘Million Dollar Baby’, a Tim Robbins en ‘Cadena Perpetua’, a Brad Pitt en ‘Seven’, a Christian Bale en ‘El Caballero Oscuro’…

No creo que haya ningún otro actor vivo capaz de interpretar a Nelson Mandela. Él mismo decía en una entrevista reciente que es amigo del expresidente de Sudáfrica desde hace años, y que existe una admiración mutua entre ambos. Por eso, horas antes de ver ‘Invictus’, repito en mi foro interno, una y otra vez, las palabras que guían la película, la historia de Mandela y, posiblemente, la vida del actor: “Doy gracias al Dios que fuere por mi invicta alma. Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”. Morgan Freeman. Un hombre libre.

Drácula: Año Cero

Hace unos años, Arturo Pérez Reverte contaba en una de sus columnas del XL Semanal que cada vez que le preguntaban por un libro para enganchar a los jóvenes a la lectura, siempre decía el mismo título: “Hay una novela, sin embargo, con la que tengo la certeza de ir sobre seguro, pues no conozco a ninguno de sus lectores, jóvenes o adultos, que no hable de ella con entusiasmo (…) Ese libro extraordinario sigue ahí, en librerías y bibliotecas, en buen y sólido papel impreso, esperando que manos afortunadas lo abran y se estremezcan con su invención perfecta, su belleza y su trama sobrecogedora. La novela se llama Drácula y fue escrita por su autor, Bram Stoker, hace ciento diez años”.

Fiel a las enseñanzas del ilustrado, decidí hincar el diente -el colmillo, en este caso- en la aventura de Jonathan Harker, el doctor Van Hellsing y compañía, para descubrir por qué, siglo tras siglo, Drácula renace en todo tipo de formatos. Esa misma pregunta es la que origina el próximo trabajo del director Alex Proyas (la regulera ‘Señales del Futuro’ y la apasionante ‘Dark City’ son suyas), ‘Drácula: Año Cero’. Una película que contará cómo el joven Príncipe de Valaquia (Rumania), ‘Vlad’ -más tarde conocido como ‘El empalador’, el personaje histórico que inspiró a Stoker- termina aceptando el lado oscuro (“más rápido, más fácil, más cómodo”) para convertirse en el vampiro de Transylvania.

De la película, aún en fase de preproducción, sólo sabemos una cosa: Sam Worthington será Vlad. O, lo que es lo mismo, el protagonista de ‘Terminator Salvation’, la inminente ‘Furia de Titanes’ y, como no, la joya de la corona, ‘Avatar’. Si a eso le sumamos que Vlad fue “un gran luchador en contra del expansionismo otomano que amenazaba a su país y al resto de Europa”, “un heroico defensor de los intereses e independencia de su país, un justiciero” (wikipedia dixit), podemos llegar a una conclusión: William Wallace con colmillos, batallas épicas con arenga introductoria y, posiblemente, un ansia de conseguir que la Historia haga eterno a Vlad y sus valientes.

“No era muy alto, pero sí corpulento y musculoso. Su apariencia era fría e inspiraba cierto espanto. Tenía la nariz aguileña, fosas nasales dilatadas, un rostro rojizo y delgado y unas pestañas muy largas que daban sombra a unos grandes ojos grises y bien abiertos; las cejas negras y tupidas le daban aspecto amenazador. Llevaba bigote, y sus pómulos sobresalientes hacían que su rostro pareciera aún más enérgico. Una cerviz de toro le ceñía la cabeza, de la que colgaba sobre unas anchas espaldas una ensortijada melena negra”.

Up in the Air (Greguerías)

Unos minutos antes de entrar a la sala de cine, fui a tomar una cañita a uno de los bares que pueblan el centro comercial. Nada más acercarme a la barra me encontré con el típico amigo que ves poco pero que siempre te alegra la tarde. ¿Cómo te va tío? “Pues me han despedido”, me responde Axel, mi colega, con una enorme sonrisa en la cara. ¿Qué, en serio? ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Qué pasó? ¿Estás bien? “Sí, sí. Fue una de estas cosas que te hacen pensar que al final los buenos ganan”. ¿Por? “Pues porque la misma mañana en la que iba a decirle a mi jefe que dejaba el trabajo me llamaron para echarme -sonríe más, si cabe-. Tenía que salir de allí, el curro me estaba matando. Y las cosas han salido solas. Algo bueno va a pasar”.

Cuando terminaron los títulos de crédito de ‘Up in the air’ me fue imposible no acordarme de mi conversación previa con Axel.

Otro de los grandes temas de la película de Jason Reitman es la invasión tan abominable de las nuevas tecnologías sobre cualquier faceta de la vida, por muy humana que parezca. Y, de ahí, parte mi segunda anécdota:

El domingo se me rompió el ordenador. Caput. Finito. Ni palante ni patrás. El botón del power es tan inútil como el de la chaqueta. Me pasé las horas muertas intentando reanimarlo. Maldecí a Santa Tecla y al Santo Ratón. No poder revisar mi email, ni mi cuenta de Twitter (www.twitter.com/jecabrero, por si gustan), ni el Facebook, ni las noticias, ni poder escribir, retocar fotos o jugar al buscaminas. Sentí una frustración y una dependencia -¿adicción?- que me asustaron.  Más tarde, me enteré de que la abuela de una amiga había fallecido. Y me sentí miserable. ¿Por qué daremos tanta importancia a la tecnología y tan poca a lo sensible? Más hablar y menos chatear.

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