Up in the air

Up in the air es un estimulante homenaje a la crisis. Una arenga para todos los que perdieron su empleo y vieron cómo su horizonte se empequeñecía por momentos. Un canto a la vocación perdida, a la misión que un día juramos lealtad porque era el camino que nos hacía felices. Y un recordatorio tan importante como cruel: el éxito profesional exige vaciar una mochila repleta de hermanos, padres, hijos, hogares y recuerdos. Porque para llegar a la cima, a lo más alto en el cielo, todo eso es lastre. El que gana lo hace sólo; cruza una línea de meta que no puede compartir con nadie. La reflexión, al salir de la sala de cine, nace pronto: ¿Quiero ser un ganador o un perdedor?

George Clooney es Ryan Bingham. Un ganador. De los 365 días del año pasa 320 volando de un país a otro y “cuarenta días asquerosos en casa”. Él trabaja para una empresa que se dedica a despedir a trabajadores de otras empresas porque sus jefes no se atreven. Pero Bingham vende cada expulsión, cada crisis, como una oportunidad para renacer y reinventarse. Para recordarles lo que un día quisieron ser: “¿Cuánto le pagaron en este trabajo para que olvidara su sueño? ¿Cuánto costó su alma?”

Tremendamente racional y calculador, Bingham se enamora de una mujer que, al igual que él, vive más en los cielos que en la tierra. Así, lo maravilloso de la película es que cada vez que Clooney coge un avión, el espectador lo hace también. Cada viaje es un intento por definir qué es el éxito en la vida. Un término que está sujeto a las decisiones que tomamos: ¿Sólo en el cielo o acompañado y en familia en el suelo?

Jason Reitman dirige ‘Up in the Air’. Una obra maestra, refrescante y recomendable para todos. Porque todos, antes o después, tendremos que elegir cómo queremos vivir. Reitman, además, consigue plantarnos una sonrisa durante toda la cinta gracias a un George Clooney en estado de gracia. Entre los dos conseguirán que el lunes, cuando abran el periódico y vuelvan a leer ‘crisis’, sonrían cómplices: es el momento de cambiar. La revolución estaba dentro.

Conan

«¿Qué es lo mejor de la vida?”, preguntó un líder a sus guerreros. “La extensa estepa, un caballo rápido, halcones en tu puño y el viento en tu cabello”, contestó uno. “¡Mal! ¿Y tú, Conan, qué crees que es lo mejor de la vida?” Y el joven bárbaro respondió: “Aplastar enemigos, verlos destrozados y escuchar el lamento de sus mujeres”.

Si Indiana es el nombre de la aventura, Conan es el de la épica medieval. Bestias salvajes, espadas gigantescas, intrépidos héroes y enemigos poderosos pueblan una de las sagas literarias más laureadas de la fantasía. Robert E. Howard, su creador, confesó que Conan es el hijo bastardo que ninguna madre querría, pero que todos los hombres pensaron ser. Mujeriego, violento, basto y atroz. Con esa definición, Arnold Schwarzenegger bordaba el papel para la versión en gran pantalla.

En 1982 se estrenó Conan el Bárbaro. Película de aventuras con uno de los arranques más épicos de la historia del cine gracias a la asombrosa batuta de Basil Poledouris y ése monólogo introductoria que aún hoy me pone los pelos como escarpias. Desde aquél maravilloso año, Conan ha pasado de una generación a otra gracias a cómics, series de televisión, novelas y, claro, películas. Más de un cuarto de siglo después, en pleno boom del remake, Conan volverá al cine de la mano de Marcus Nispel (director de ‘Pathfinder’, una aventura injustamente olvidada en la que un alienígena se estrellaba en la Escandinavia medieval. Espadas y pistolas láser, ¿qué más se puede pedir?).

Por lo visto, Conan será interpretado por Jason Momoa, cuyo papel más destacable es su aparición en la serie de televisión ‘Stargate Atlantis’. Las primeras críticas al respecto no han sido muy positivas, ya que la imagen del actor no concuerda mucho con la idea que todo tenemos de Conan, mucho más cercano a la brutalidad de Schwarzenegger. La elección de Momoa puede venir influenciada por su próxima participación en la serie de la HBO ‘Juego de Tronos’, basada en la exitosa saga literaria de George R. R. Martin en el que interpretará a ‘Drogo’, un rey tribal que podría haber convencido a los productores de Conan para darle el papel.

Cruz, Clooney y Naschy

Penúltimo fin de semana de enero y gran variedad en las salas de cine. Variedad, la que usted guste señora: musicales italianos, comedias que dan miedo y el terror de H. P. Lovecraft a la española. ‘Nine’ nació para ser un éxito más en la carrera de Rob Marshall (‘Chicago’) con un desfile de actores de primera línea venidos a cantantes de coro: Daniel Day-Lewis, Marion Cotillard, Penélope Cruz, Kate Hudson, Nicole Kidman, Judi Dench, Stacy Ferguson y Sophia Loren. Sin embargo, la Operación Triunfo de Marshall no ha calado ni en público ni crítica. Y, según dicen las malas lenguas -que son a las que hay que hacer caso-, la película tiene más marketing que cine. Mientras tanto, en España nos empeñamos en titular “El nuevo Oscar de Pe”. En fin, qué atrevida es la ignorancia.

Para las generaciones más modernillas, los musicales en el cine se reducen a un pequeño grupo de cintas encabezadas por la taquillera -y no menos pastelosa- Moulin Rouge, que versionaba canciones de artistas consagradas.

Otra suerte corre ‘Up in the air’, el nuevo film de Jason Reitman, que sí llega acolchada por unos sólidos almohadones de éxito. La verdad es que es el estreno que más ganas tengo de ver este fin de semana, posiblemente por la seguridad que me da Reitman, un director que siempre pincha en hueso con un puñal envenenado de comedia. Ya lo hizo en ‘Gracias por fumar’ y en ‘Juno’, ambas geniales.

Con sabor a homenaje póstumo tenemos ‘La herencia de Valdemar’. El último trabajo de polifacético Paul Naschy navega por la mitología de H. P. Lovecraft. Si la cinta española consigue el visto bueno de los seguidores de Lovecraft (cienes y cienes), será todo un orgullo para el cine español que, valientemente, se embarcó en una producción con aires de cruzar el charco.

Venga va, nos vemos en el cine.

La Cinta Blanca

“Hijos míos, puesto que me habéis decepcionado, llevaréis una cinta blanca atada al brazo que os recuerde lo que no debéis hacer. Una cinta blanca, pues el blanco es el color de la inocencia”. La última película de Michael Haneke (‘Funny Games’) es una gozada visual desde el primer impacto, desde la primera escena. La cuidada estética en blanco y negro se convierte en un recurso narrativo para subrayar lo terriblemente cerca que conviven la inocencia y la perversión.

‘La cinta blanca’ es una historia coral, sabiamente hilada por los vecinos de un pueblo de Alemania, pocos meses antes de que estalle la I Guerra Mundial. El pueblo, regido a medias por la severidad de un Duque y la estricta moral del párroco protestante, vivirá una serie de capítulos lamentables que terminarán guiando la historia de la humanidad. Haneke, con la delicadeza de un pintor romanticista, retoma los consabidos pecados de la generación nazi -sin referirse directamente a ellos- para ahondar en el origen; en la precuela que labró la intrahistoria del pueblo alemán: una educación represiva, el desprecio a lo inferior, la radicalidad más absoluta. El fascismo.

El diálogo entre adultos e infantes -entre el negro y el blanco- es fascinante. Los niños del pueblo, terroríficos, conviven con unos padres abonados a todo tipo de perversiones físicas y psíquicas. Así, el reputado médico llegará a confesar a su asistenta, nada más penetrarla, que la eligió a ella porque estaba allí, “podría haberme tirado a una vaca y las putas están muy lejos del pueblo”. Estamos ante un trabajo exquisito y cuidado. Ante la definición de cine más elevada.

Cada plano es una fotografía de museo en la que Haneke nos deja recrearnos, sin prisas, manteniendo la cámara fija, haciéndonos participes de un cuadro que, de un momento a otro, va a cambiar a otro tan espectacular como el anterior. Tampoco es un guión mascado y listo para ingerir, nos hará trabajar. ‘La cinta blanca’ es, desde el primer segundo, un clásico que no se puede olvidar. Como un libro de historia, exacto pero emocionante.

Amérrika

Amérrika es el fonema de la palabra ‘América’ pronunciada por un árabe. Es exactamente la misma palabra pero completamente distinta. De eso habla la última película de Cherien Davis, del drama de no encontrar un sitio en el mundo en el que sentirse en casa, de la ignorancia, de cómo el cristal por el que miramos define nuestra conciencia del mundo.

Muna y Fadi son madre e hijo. Viven en una Belén sitiada y dividida por muros violentos y controles de seguridad insistentes que convierten el trayecto de cinco minutos de casa al trabajo, en una ardua tarea protocolaria de miedo y desconfianza de más de dos horas. El temor constante a un atentado o a que su hijo muera de camino al colegio, hace que Muna abandone su trabajo en un banco y decida marcharse con Fadi a los Estados Unidos de América. A Illinois, donde reside su hermana desde hace 15 años.

Desde ese momento, el resto de metraje de ‘Amérrika’ es una carrera de obstáculos para Muna y Fadi. Una lucha contra las infinitas fronteras que hay que superar para que el resto te acepte sin prejuicios. Así, hay diálogos excelentes -no faltos de un humor irónico- en los que se respira ese miedo a lo extranjero que EE.UU. vive desde el 11-S. Una concatenación de barbaridades que hacen difícil la integración de ambas culturas.

Pese a que el mensaje de la película está muy claro y a la buena sensación que deja tras la última escena, ‘Amérrika’ es demasiado sutil en sus formas. Parece que mete el dedo en la llaga pidiendo permiso, sin querer molestar a nadie. Le falta la picardía de morder al espectador cuando menos se lo espere, con más crudeza. En cualquier caso, una historia muy recomendable que, como poco, les hará meditar sobre las insultantes diferencias que hay entre los pobres y nosotros. Una reflexión nada desdeñable estos días, cuando la tierra tiembla bajo los pies de otros.

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