Las Tortugas Ninja y los cinturones nuevos

Una vez asistí a un curso en el que el profesor nos propuso un reto creativo: escribir durante dos minutos todos los usos que se nos ocurrieran para un cinturón. Sin tapujos, sin complejos, sin razonamiento: todo. Así, descubrimos que un cinturón podría servir como corbata, portalámparas, mondadientes, abridor de botellas e, incluso, de disfraz (no sabría explicar esta). El ejercicio tenía un sentido: perder el miedo a proponer ideas con el fin de, luego, en una segunda fase, afinar el tiro.

Hollywood ha demostrado ser una fiera en lanzar ideas. Ahora bien. Lo de poner cabeza y cribar conceptos, nada de nada: ¿Que los vampiros venden? ¿Y Harry Potter también? Pues nos hacemos una peli que se llame ‘Academia de Vampiros’. ¿Que los superhéroes son un filón? Hacemos veinte películas en dos años. ¿Que se puede hacer una trilogía de un libro de doscientas páginas? ‘El Hobbit’.

Las ‘Tortugas Ninja’ de Jonathan Liebesman (‘Furia de Titanes’) es un ejemplo perfecto de esa falta de criterio. Sí, era el momento perfecto para llevar otra vez al celuloide a los alumnos del Maestro Astilla. Estoy convencido de que la generación que creció con los dibujos animados de los 90 hubiera aplaudido entusiasmada una cinta que hubiera respetado a los personajes. Pero lo cierto es que el resultado es tan absurdo como extrañamente aburrido.

En un forzado intento de suponer que todo el mundo conoce a las Tortugas Ninja Mutantes Adolescentes, Liebesman dirige una película de acción mal rodada, follonera, difícil de entender, visualmente empobrecida y con absurdos inexplicables como la escena de la nieve o el fortuito e innecesario protagonismo de April Oneill (Megan Fox, ‘Transformers’).

Les hablo desde el más sincero dolor. Me gustan las Tortugas Ninja, esas que tenían grandes narices, que no eran fruto del dopaje, que viajaron en el tiempo en Super Nintendo y que se divertían de ser lo que eran. Está muy bien lo de buscar nuevas formas para rentabilizar un cinturón. En este caso, sin embargo, olvidaron el uso más evidente: sostener una aventura digna.

Mil veces mejor la película de 1990, por cierto.

 

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La hipnosis de House of Cards

Existe un clímax del espectador que va paralelo al desarrollo de una serie de televisión. Pero, al contrario que una escena o un capítulo determinado, el estado de la persona no acaba con los títulos de crédito. Se mantiene en el tiempo como una obsesión involuntaria, como una escotilla perdida en una isla, como cuando estás perdidamente enamorado y todos los objetos del mundo hacen un guiño sobre ella; sobre la serie.

Es un hambre voraz que solo se sacia hablando. Cualquier excusa es buena para sacar el tema y lanzar la pregunta al aire, en busca de cómplices que, como tú, necesiten su ración de charla: “¿Habéis visto el último de…?” Si son ustedes consumidores habituales de series de televisión, ya saben a lo que me refiero. Es una dolencia fascinante. En fin, estoy obsesionado con ‘House of Cards’, ¿la vieron?

La trama política que protagoniza el ambicioso congresista Francis J. Underwood (Kevin Spacey) tiene el encanto realista de ‘The Wire’ y la poderosa destrucción de ‘Breaking Bad’. Un guión excelente que, sin embargo, no sería tan sobresaliente sin la presencia de Spacey. Él es ‘House of Cards’. Él y su arrollador carisma que doblega a los personajes que le rodean dentro y fuera de la pantalla.

Aunque sería injusto menospreciar al resto del casting, sobre todo a Robin Wright, que intrepreta a Claire Underwood bajo la certeza de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Ambos, por cierto, ilustran hasta el extremo otra máxima:el fin justifica los medios… Y el poder merece todos los medios.

Estoy hipnotizado desde los primeros minutos del primer capítulo de la primera temporada. Y cada vez un poco más. Concretamente, cada vez que Underwood se dirige a la cámara para realizar una especie de oscuro confesionario de Gran Hermano con nosotros, los espectadores. Tengo la sensación de que, al conocer sus planes, soy parte de la trama, de la corrupción. Del pecado.

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Cinco certezas del cine español

Pocas veces tenemos una oportunidad tan frenética y fabulosa para reflexionar sobre el cine español (el que se hace en España, no ‘español’ como género). En un corto espacio de tiempo, hemos visto taquillas emocionadas, críticos extasiados, público ilusionado y algún que otro desprecio inconcebible.

Uno. El cine español es tan cine como el cine americano, el francés o el alemán. No hay complejos. La gran muestra es ‘La isla mínima’, de Alberto Rodríguez. Thriller policíaco que compite sin miramientos con ‘Perdida’ de David Fincher. Y, por cierto, gana.

Dos. Hacía mucho tiempo que no iba al cine y me encontraba una sala a reventar, con todas las entradas vendidas. Y, lo que es más importante, con ese magnífico ‘runrún’ que pulula por los pasillos al salir encandilados de la sala. ¿Vieron ya ‘El niño’ de Daniel Monzón? Se estrenó hace varios meses, pero aún sigue creando corrillos.

Tres. Santiago Segura es uno de los cineastas que mejor entiende el mercado. Le guste o no el personaje, su artesanía con Torrente debería crear escuela. Además, ¿por qué nadie habla de la calidad de sus producciones? ¿Es que no merece tomarse en serio por ser comedia?

Cuatro. La cantera de intérpretes españoles es excepcional. Buenos actores que han sabido enganchar con el público, más allá de la pantalla. Pese a que podríamos hacer una enorme lista, permitan un pequeño guiño para Javier Gutiérrez (‘La Isla Mínima’), que, grano a grano, ha construido una carrera formidable.

Cinco. No importa la buena prensa, los galardones ni las Conchas que reciba. A veces, una película que lo tiene todo, léase ‘Magical Girl’, pasa desapercibida para el público.

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La propina: Pasarán años, muchos, antes de que se deje de utilizar ‘Ocho apellidos vascos’ como métrica del éxito. Queda un futuro brillante, que siga el contagio.

Las leyendas jamás contadas

Estaba pensando en la posibilidad de que el título sea, en efecto, un enigma como los que ofrece este periódico en sus últimas páginas. Ya saben, un pasatiempo. Quiero decir, si una película se llama ‘Drácula: la leyenda jamás contada’… ¿no será por algo? Últimamente los genios del márketing cinematográfico se afanan por reinventar historias de siempre bajo el yugo de «lo que nadie supo» o «lo que no nos han querido contar». Pienso en bazofias del tipo ‘Yo, Frankestein’ (sigo pensando que el título ‘illo, Frankie’, hubiera sido más acertado), películas nacidas por y para la campaña de promoción.

Hace unas semanas estuve en Londres y allí, al igual que en Madrid y en todas las grandes capitales del globo, todo –todo– estaba empapelado con imágenes alucinantes de Luke Evans (‘El Hobbit’) travestido en antesala de vampiro. Era imposible salir a la calle y no toparse con un póster impresionante o una enorme pantalla en la que un enjambre de vampiros hacía de cortinilla para el nuevo y moderno Drácula. ¿En qué ha quedado la desmesurada venta? En un éxito de taquilla que suma casi sesenta millones de dólares. Y sí, como se pueden imaginar, la crítica, al contrario, la pone a parir.

Supongo que nos da miedo y que por eso no nos hacemos la pregunta pero, allá va: ¿Tan maleable es nuestra voluntad?

Lo más doloroso del asunto es que este nuevo Drácula parece que va a liderar una saga de monstruos que pretende emular la locura que han desatado Marvel y DC con sus superhéoes. Universal planea una serie completa de cintas sobre criaturas reinventadas: el Hombre Lobo, Frankestein (otra vez), la Momia… como nunca antes los habíamos visto.

Qué curioso. Cuanto más pasa el tiempo, más tengo la sensación de que lo que menos se ha visto es ‘la historia que todos conocemos’.

 

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Temporada 6: Historias y realidad

Contamos historias para que la realidad no nos venza. La ceguera que padecemos como especie a la hora de observar la épica y el drama que acontecen en La Tierra, solo se cura con refinados artilugios de perspectiva: palabras, colores y trazos dispuestos en orden y forma para ejercitar los sentidos y sanar el alma. La guerra no sería la guerra sin la disciplina de ‘La chaqueta metálica’ ni el llanto de ‘Salvar al soldado Ryan’. La pobreza no sería la pobreza sin la tierna crudeza de ‘Luces de ciudad’ ni la ensoñación de ‘Slumdog Millionaire’. Y la enfermedad tampoco sería la enfermedad sin la impotencia de ‘Dallas Buyers Club’ ni el amor de ‘Amor’ –probablemente no tendríamos amor sin ‘Amor’–.

Hace poco leí que nosotros, los seres humanos, estamos genéticamente preparados para ignorar a la masa. Leer que dos tercios del planeta pasa hambre no nos conmueve. Nada. Puede que les cambie el gesto, pero no habrá lágrimas en sus ojos ni puños indignados sobre la mesa. Ahora bien, si centramos las cámaras del planeta sobre un niño que llora desconsolado, entonces sí, entonces comprendemos la historia. Es tan triste como poderoso. Pero así somos, contradictoriamente bellos.

A veces, sin embargo, la realidad se cuenta a sí misma y nos sorprende con historias particulares que suenan como una bofetada universal: James Foley no quería ser el protagonista de ningún estúpido thriller político, pero su rostro puso nombre a la tensión que viven a diario en lugares como Argelia. Excalibur tampoco quería ser el martir de una enfermedad que cercena a miles al año, pero fue él, un perro, el que convirtió en tendencia en España una tragedia para la que, estoy convencido, ya podría haber cura de no ser por algún especulador farmacéutico. Qué demonios, ¿quién no ve una película en las hazañas del pequeño Nicolás?

Y mientras los corrillos del pasillo se afanan en desnudar el éxito de realities de televisión que dejan patente que la pecaminosa ignorancia de Adán y Eva sigue colgando del árbol, Teresa sonríe en la habitación de su hotel. No la he visto, pero me la imagino. Su cara como ‘Amelie’ al despertar, como Bill Murray tras la marmota, como Sandra Bullock en el último fotograma de ‘Gravity’… Realidad o ficción, no importa. Lo que importa es contar. Contar lo cambia todo. Ah, las historias.

Volvemos a empezar.

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