Lo que preocupa al anciano

«A mí lo que me preocupa es que no quieras venir al cine», dice el abuelo mientras se atusa las canas con la mano que tiene libre. La otra, la derecha, sostiene con energía la mano de su nieto, un chaval emocionado con un poster de ‘Los Vengadores’. El niño, confundido, insiste con la misma pasión que la vez anterior: «Abuelo, te digo que me encantan las películas”. “Ya –responde él–. Ya».

¿Conocen ese concurso de televisión americano en el que la respuesta ganadora es hacer la pregunta correcta? A ver, por ejemplo, el presentador dice «Chewbacca» y el concursante pregunta «¿cómo se llama el compañero de Han Solo?» Así me sentí yo, después de escuchar al anciano. ¿Qué querría decir? ¿Por qué ese temor? ¿No les parece una respuesta muy sugerente?

De camino a casa me puse a pensar. Y repetí varias veces el momento. Como no conseguía recordar las caras del niño y del anciano, los imaginé como Max von Sydow y Thomas Horn en ‘Tan Fuerte, tan cerca’ (Stephen Daldry, 2011), buscando pistas por toda la ciudad en busca de un mensaje secreto que nadie más conoce.

Entonces me monté mi película: Max se enamoró del cine, de ir al cine, cuando era joven, con aquellas películas del Oeste que le mantenían en vilo durante días enteros. Con el paso del tiempo fue marido, luego padre y por fin abuelo. Tres etapas en las que siempre mantuvo la férrea ilusión de llevar a sus seres queridos con él, al cine, a disfrutar de las películas. De repente, piensa que su nieto, Thomas, tiene en casa una pantalla tan grande y tan bonita que ir al cine podría ser una experiencia en vías de extinción. Y entonces lo dice: «A mí lo que me preocupa es que no quieras venir al cine».

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Al que no apaga el móvil

Parece lógico pensar que un adulto hecho y derecho, capaz y sensato, debe tener incorporadas a su raciocinio ciertas normas elementales de convivencia. Cosas sencillas. Ideas que los padres se afanan en repetir a los hijos. Y para mí, una de ellas, es la de no hablar en el cine. A ver, que todo el mundo dice algo alguna vez y no pasa nada. Un chascarrillo inocente, un ingenioso chiste, un pequeño recordatorio… Cosas sin importancia. Lo otro, hablar como si estuvieras en el salón de tu casa jugando al parchís, no. No.

Me pasó el otro día, viendo ‘Kingsman’. Dos señores (y cuando digo señores, quiero decir señores: adultos de cincuenta años vestidos con elegancia) hablaban a un volumen muy elevado. Mucho. Tanto que era fácil seguir su conversación desde cualquier punto de la sala. El caso es que la película empezó, pasaron unos minutos, y los hombres seguían ahí, a lo suyo. Pero gritando un poco más porque, claro, el sonido de la película les impedía hablar con naturalidad.

Alguien muy enfadado se dio la vuelta y les pidió silencio. Los hombres, visiblemente indignados, le respondieron que ya se callaban mientras alzaban los brazos como si estuvieran siendo atracados. «Tranquilo, tranquilo», decían. Cinco segundos más tarde sonó el teléfono de uno de ellos y, por supuesto, descolgó. «¡Hombre, Luis! ¿Cómo estás? ¿Yo? Aquí, en el cine, con Juan». Como era de esperar, el mismo enfadado de antes exigió un poco de respeto. Los señores no solo se rieron en su cara, con cierto desprecio, sino que mandaron callar al enfadado llevándose un dedo a la boca. «Bueno, te dejo, que parece que molesto». Y terminó la conversación.

Entiendo que, tal vez, haya gente muy quisquillosa que no pase ni una en el cine. Pero, qué leches. No soporto esa falta de respeto y de educación en el cine. Disculpen la rabieta.

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Dani Rovira, presentador de los Goya

Hay una cosa peor que hacerse el gracioso. Creérselo. Seguro que conocen al típico individuo que va por la vida como si sus andares tuvieran más gracia que un monólogo de Gila. Es fácil identificarlos: son los primeros en reírse de sus chascarrillos y repiten sus chistes hasta la saciedad con coletillas del tipo «¿lo pillas?», «¿es bueno, eh?», etcétera. Y es que la risa no se puede forzar. La risa es una bendición. Un don. Un talento envidiable. La risa es acogedora y humilde. La risa es un arte.

Dicho lo cual, dejen que les cuente la historia –real– de un joven almeriense que, para salvaguardar su identidad secreta, llamaremos Juan. Pues bien. Juan, con la carrera recién terminada, entró a trabajar en un departamento de la Universidad. Hizo una investigación esplendorosa y sus jefes le invitaron, presurosamente, a presentarla en una reunión de mentes brillantes que tendría lugar en Madrid. Juan hizo los bártulos a toda prisa y busco la forma de llegar a la capital del Reino. Fue tal su fortuna, que una amiga le dijo que ella viajaba a Madrid en coche y que, si quería, podía acompañarla. «¡Bravo!», contestó Juan (en una lectura apócrifa de esta anécdota se sugiere que así nació ‘BlaBlaCar’). Pasadas unas horas del trayecto, la zagala preguntó a Juan si tenía sitio donde quedarse a lo que él, muy sincero, respondió que todavía no, que buscaría algún hostal o algo así. «Si quieres, te puedes venir a la casa de mi amigo. Es muy simpático y seguro que tiene sitio». Tras analizar el reducido campo de posibilidades, Juan optó por repetir la expresión: «¡Bravo!»

Y así fue como llegaron a la casa del amigo de la amiga de Juan en Madrid. Le abrió la puerta sonriente, le cedió encantado un sofá para pasar la noche, le invitó a cenar y fue, sin hacer ningún esfuerzo, un tipo entrañablemente gracioso. «¿A qué te dedicas?», preguntó Juan. «A veces salgo en la tele, hago monólogos». Años más tarde, nuestro querido protagonista contaría con orgullo la vez que Dani Rovira le dejó dormir en su sofá. Que fue la misma vez, por cierto, que hizo que Juan asegurase que la fama no le había cambiado ni un dedal: «es que es muy simpático, le sale natural».

No soy yo muy de ‘8 apellidos vascos’, pero Dani Rovira me parece un acierto para Los Goya, para el cine, para el humor y para el arte.

Esta noche le deseo lo mejor en la gala del cine español. Y espero que ningún guión forzado se cargue su naturalidad. Si lo dice Juan, será por algo.

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Un segundo de curiosidad

Tenían cara de no haberse comido la uvas. O, lo que es lo mismo, de haberlo hecho en la cadena equivocada. Estaban tan enfadados que ninguno se dio cuenta de que el taquillero estaba esperando que les entregaran sus entradas. Eran cinco amigos, de edades y rostros parecidos. Ese tipo de parecido que terminan guardando aquellos que se han criado juntos. Así que, suponiendo que efectivamente fueran amigos de toda la vida, el motivo del cabreo debía ser muy profundo. Muy enraizado. Muy real.

Una simpática señora les hizo saber a los muchachos que era su turno, que debían entregar los tickets en la puerta para que ellos, ella y el resto de espectadores que nos agolpábamos detrás pudiéramos, por fin, entrar en nuestra sala. “Chicos, que os toca”, les dijo. “Un segundo, señora, disculpe, denos un minuto, por favor, señora, sólo un segundo…”, respondió uno de ellos, totalmente cariacontecido.

La cara de la señora cambió de golpe, como si tuviera poderes psíquicos y acabara de leer en la mente de los chicos el problema que les acuciaba. Fue tal su empatía, que optó por sonreír, dar un minúsculo paso hacia atrás y cerrar con un “claro, no os preocupéis”. No se ustedes, pero al resto de la cola -todos los que no gozamos de telequinesia- nos corroía una curiosidad imperante. “¿Se puede saber qué pasa?”, preguntaba una chica, un par de cabezas más atrás.

Pasados unos segundos, uno de los muchachos sacó del bolsillo las entradas, las miró fijamente y las destrozó en pedacitos, como si se tratara de una carta del banco. “Nada, nos vamos”, sentenció. Los otros cuatro asintieron con la pena y el resuello de los soldados que siguen fiel a su capitán a la batalla. Salieron de la cola y se marcharon con pase lento pero decidido. La señora entregó sus entradas y suspiró un “pobrecillos”.

Desde entonces no hago más que preguntarme qué demonios les pasaría. Qué curiosidad.

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Éxodo a Almería

Cuenta la leyenda que, una noche de farra, una jovenzuela llegó a la fiesta que una amiga organizaba en un piso de la céntrica calle Elvira de Granada. Entre los invitados al jolgorio, se encontraba un mozalbete bien parecido que venía de allende los mares, de los Estados Unidos de América. La moza observó, para su asombro, que nadie hablaba con él y que todos, para más inri, le miraban con cierta extrañeza. Así que ella, muy dispuesta, se acercó con una copichuela en la mano e inició una amigable charla que se alargó durante gran parte de la noche. Cuando el muchachete yanqui abandonó la fiesta, los asistentes se despidieron con una efusividad pasmosa. Nuestra protagonista, intrigada, preguntó por qué la gente aplaudía su marcha como si fuera una estrella del cine. A lo que le respondieron con tres palabras: «¡Porque lo es!»

Esta zagala anónima pasó la noche charlando con Aaron Paul, Jesse Pinkman en ‘Breaking Bad’, que se encontraba rodando en Almería ‘Exodus: Dioses y Reyes’. Fue hace casi un año, en octubre de 2013. Una divertida anécdota que, estoy seguro, se repitió en infinidad de ocasiones en Almería. Y les voy a decir una cosa: Almería está para presumir. La provincia se ha convertido en uno de los platós más envidiados de todo el mundo y está acaparando la atención de los principales productores cinematográficos. Lo habrán oído cientos de veces, pero merece la pena repetirlo una vez más: Almería, tierra de cine.

Hollywood lleva años haciendo su propio éxodo a otros países del globo. Las productoras apuestan por alejarse de USA para evitar filtraciones y abusos de la prensa y para, además, aportar una mayor tranquilidad y concentración a las estrellas. Sin ir más lejos, es el caso del Episodio VII de La Guerra de las Galaxias, que tiene instalada su base de operaciones en Londres.

Hoy tendrá un encanto especial ir al cine a ver ‘Exodus: Dioses y Reyes’ –más para los almerienses–. Un encanto que se va a repetir en muchas más ocasiones en los próximos años. Por cierto, ya puestos, un mensaje para ti, J.J., que sé que nos lees: trae Star Wars a Almería, hombre ya.

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