Lo de las palomitas

Sepan ustedes que soy un paranoico. Dicho lo cual, hablemos de lo de las palomitas. Sé que para muchos es un ritual sagrado: comprar las entradas, apoltronarse en la butaca y pimplarse un enorme cubo de palomitas a tutiplén. Y me parece correctísimo, oigan. Yo mismo he disfrutado cual gorrino de unos Doritos, unas Lays, unos M&Ms o cualquier otra fascinante grosería contra la alta cocina. El asunto está en el verbo: disfrutar o ser.

Si yo quisiera ver una película con una calidad mediocre, me la descargaría de Internet. Sin problemas. Pero voy al cine a disfrutar de todo el tinglado: imagen portentosa, sonido envolvente, el aroma a butaca… Todo va en el pack. Así que cuando se pone a mi vera un troll de las cavernas que mastica como si le fuera la vida en ello, taponando el propio sonido del filme en cuestión, me toca los mismísimos.

Les voy a contar la última, mientras veía ‘Agua para elefantes’. Es posible que mi percepción subjetiva haga que difame sobre el aspecto de las dos protagonistas de la anécdota, intentaré controlarme. A la sujeto número uno, sentada a dos butacas a mi izquierda, la llamaremos ‘Orco’. A la número dos, justo una fila por delante, ‘Princesa’. Orco y Princesa portaban sendos cubos de palomitas. Idénticos. A priori, ambas parecen humanas, por lo que están capacitadas para comer sin armar un escándalo. Sin embargo, mientras que el suave deglutir de Princesa sucede con normalidad, sin llamar la atención ni sobreponerse a los diálogos de Pattinson y compañía, las asquerosas dentelladas de Orco se escuchan en toda la sala. Mastica a gritos, carajo.

Yo, además de paranoico, soy comprensible. Y transigente. Pero sobre todo paranoico: amigos y amigas comedores de palomitas en el cine, por favor, pensad en el resto de la sala y en los gilipollas como yo que se levantan en mitad de la función para decirle a ogros maleducados que “basta ya”, que “es insoportable”, que “no escucho la película”. Sean princesas, por favor.

De los chicles mejor no hablamos.

"El lenguaje me limita"

Migue -pongamos que se llamaba así-, si no hubiera aprendido a hablar, sería un ser ilimitado. O al menos eso dice él. “En serio, que el lenguaje limita”, insiste. Está con un grupo de amigos, en una mesa amplía, en un restaurante italiano, y es difícil no coscarse de su conversación. El comentario, después de tantos brindis vikingos y raros gritos clamando al universo, llamó mi atención. De repente, el tipo éste suelta la frase: “el lenguaje me limita”. Y lo hace con una cerveza en la mano, como un poeta del Romanticismo pero en plan castrojo. Leche, que me pilló por sorpresa tanta filosofía contenida.

Acto seguido, le da un trago a la birra y continúa su perorata: “Yo pienso con palabras. Imagina si desde pequeño pensáramos libres, sin estar contenidos a unas normas de lenguaje”. Entonces, sus colegas guardaron un respetuoso segundo de silencio para, como el que escupe un vaso de agua después de escuchar un buen chiste, reírse a carcajadas en su cara. Al grito de “¡no sólo te limita el lenguaje!”, el equipo de bárbaros continuó devorando sus pizzas y sus platos de pasta, con todo el desparpajo.

Al final de la noche, antes de salir del local y después de haber escuchado sus chalauras -qué gracia tenían los jodíos-, llegué a la conclusión de que estaban más cercanos a ‘La Cena de los Idiotas’ que a aquél primer diálogo a lo Tarantino que inició el tal Migue -que vestía una camiseta rosa en la que se podía leer ‘Brox Sister’, para que se hagan una idea de la foto-.

El caso es que me pareció un chispazo de genialidad. Pensé en la cantidad de guiones que se enriquecerán de una vida real que parece tan irreal. La de personajes que pululan por ahí, sin agentes de prensa ni consultores políticos, a los que merece la pena escuchar.

Para terminar, una última perla a la que todavía intento buscarle un sentido: El tal Migue, sale por la puerta y, solemne, dice al viento: “Todos los sitios eran fallos”. En serio, ¿qué creen que quería decir?

La tonta del bote

Para los que tenemos la fortuna de viajar en medios de transporte públicos es difícil no desarrollar una inusitada ambición por escuchar la conversación ajena. Qué quieren que les diga, es como comparar la comida que han puesto en los platos de los otros en una boda o como cuando te dicen “no mires que te va a dar asco”: hay que hacerlo. Pues eso. Dos señoras de falda, moño y corsé vienen todo el trayecto con una amena conversación. La primera, digamos que Pepi, intenta explicarle a la segunda, pongamos que Juana, que su hijo es capaz de conseguir todo lo que se proponga. Y sólo con un ordenador:

-El otro día le dije que me si sabía dónde estaba la calle Lorite y en un minuto me enseño el camino. Tal cuál.

-Ojú, niña, yo eso de los ordenadores no lo comparto.

-¿Que no compartes qué?

-Que puedas hacerlo todo con una máquina, Pepi, ¡que al final nos fecundan con robots! -verídico-

-No exageres. Mi niño, además, tiene un amigo que le da todas las novelas que quiera, las de la tele. Y ahí está, todo el día viendo películas y cosas.

-Porno -insisto, verídico-.

-¿Qué?

-Como todos los jóvenes, ¡que es lo único que hacen con los ordenadores! Ya te digo, ¡robots!

El tema de los robots las silenció por unos minutos. No sé si meditaron sobre la teoría de Asimov sobre si los robots sueñan con ovejas mecánicas o si, simplemente, se daban un poco de drama. Por la ventanilla, junto a la estación de autobuses, un inmigrante hace por vender una película de su top manta. Pepi, aprovechando la coyuntura, prosigue:

-Pues si quieres una película se la puedes pedir al niño, que dice que está todo.

-¿Dónde?

-¡En Internet, Paqui, que no te enteras!

-Ah. Seguro que no está todo.

-Que sí.

-Que no, mujer, que no.

-Ojú, qué cansina y qué antigua.

-La tonta del bote.

-¿Qué?

-Que me traiga La tonta del bote, de Lina Morgan.

Las Salinas de Almería

La semana pasada, Manuel Martín Cuenca (‘La flaqueza del bolchevique’, ‘Últimos testigos’) presentó en Almería ‘La mitad de Óscar’. Una película íntimamente relacionada con la provincia, tanto por su guion como por su implicación con el rodaje. No, aún no la he visto. Tiempo al tiempo. El caso es que, el otro día, mi amigo ‘El Marqués’ (le llamaremos así para no desvelar su identidad) me contó una divertida anécdota sobre la trastienda del film. La pena es que no sabré expresarlo con tanto gracejo como él, que es un artista, pero ahí va.

Sitúense: un completo equipo de profesionales se planta en la ciudad para rodar una película: ‘La mitad de Oscar’. Un centenar de personas dispuestos a dejarse la piel para contar una gran historia. Y, claro, la elección de Almería no era fortuita: allí están las salinas. Resulta que la sal es un elemento importantísimo para el sentido de la cinta.

Y, al llegar a las Salinas de Almería, no hay sal. Eso, como lo oyen. Ni cámaras ni luces ni acción. Que no hay ni un granito de sal. Así que con todo el tinglado montado y los actores esperando para salir a escena, un tipo avispado pregunta a un autóctono: «Mire usted, disculpe la intromisión –pudo decir–, la sal, ¿dónde queda?». El Fulanito almeriense en cuestión, contestó: «Sepa usted buen señor que hay un fuerte temporal de nieve en el norte de Europa y que un grupo de pudientes forasteros la han comprado para limpiar sus calles». «¿Osea, que no hay sal?» «Ni miaja».

Como la cosa no podía quedar así, las mentes pensantes revolvieron cielo y tierra para encontrar sal. Hasta que, con no pocas negociaciones, dieron con la clave: «La traeremos de Australia». ¡Australia, copón bendito! La sal de las Salinas de Almería en ‘La mitad de Óscar’ es de Australia. Toma castaña.

‘El Marqués’, cuando termina de contarlo, añade, con mucha chispa, «estas cosas sólo pasan en Almería». Pero yo no soy tan salao.

Una historia de amor

Si han odiado a alguien sabrán a lo que me refiero: esa sensación de que no te apetece hablar, sino gritar. De que cualquier excusa es buen motivo para blasfemar, insultar y maldecir. De que, sin remedio, una mirada que se cruza con la suya es un duelo a muerte en la calle mayor del pueblo. Así estaba el sujeto número uno, a punto de transformarse en el increíble Hulk, en su butaca del cine. Bueno, no exactamente en su butaca. A decir verdad, la suya, la que indicaba la entrada, era la número 7 de la fila 7. Pero ya había sido ocupada por ella: una maleducada, con un horrible pelo enrevesado, de ojos tristes y caídos y una de esas risas incómodas, incluso hirientes. Por lo que, el sujeto, tuvo que contentarse con la número 6 de la fila 7. A su vera.

Si alguien hubiera escrito una lista de las cosas que más molestaban en el mundo al sujeto analizado, ella las cumpliría todas a rajatabla: nada más empezar, sacó una bolsa con comida y estuvo jugueteando con ella durante una eternidad. Acto seguido, comentó con su amiga lo guapísimo que era el protagonista. Que le recordaba a no sé qué profesor de la Facultad que vestía pajaritas. Y ya no paró: 90 minutos charlando cada jugada con su amiga. Risita por aquí, risita por allí…

El sujeto, angustiado de la vida, desarrolló un poderoso carraspeo de incomodidad que sólo consiguió un cuchicheo seguido de nuevas -y a su juicio, escandalosas- risotadas. Cerca del desenlace, el móvil de la amiga de ella suena. El sujeto se eriza. La amiga lo coge y responde. El sujeto se lleva las manos a la cara y suspira como una parturienta. La pequeña conversación telefónica desemboca en un nuevo susurro de complicidad entre las zagalas.

Con la sensación de que ha sido la peor película que ha visto en la vida, el sujeto respira hondo con los títulos de crédito. “El sufrimiento ha terminado”, piensa. La amiga de ella se levanta y abandona la sala con rapidez, sin pensárselo. Ella, sosegada, se gira hacia el sujeto y le dice: “Perdona, vaya película te hemos dado. Es que le ha dejado el novio y está destrozada. Muchos años. En fin, lo siento”. Y sonríe dándole al sujeto un pequeño toque en el brazo derecho. De repente le pareció simpática. Miró sus rizos perfectamente ondulados marcharse, su mirada verde pradera y esa graciosa risilla al decir “lo siento”.

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