El mejor momento del año

El tipo decidió pasar la tarde del domingo en el único lugar donde las comidas copiosas aseguraban un descanso de, por lo menos, un par de horas: el cine. Sin embargo, arrastraba las consecuencias lógicas de un almuerzo repleto de vinos, manjares y postres de chocolate: necesidades fisiológicas. Así que, antes de entrar en la sala correspondiente, se dio un paseo por los enormes servicios del centro de ocio.

La placentera sensación de saber que te vas a quitar un enorme peso de encima le hizo entrar con una sonrisa en la boca, que no hizo más que acrecentarse cuando descubrió que, en el baño, había un hilo musical con bandas sonoras de películas. El único problema es que el volumen era excesivamente bajo y cualquier leve sonido, como el del grifo abriéndose, taponaba la sabiduría de John Williams dirigiendo la fanfarria de ‘En busca del Arca Perdida’.

En la soledad del trono, el héroe decide interpretar, al mismo tiempo, la conocida música. Empieza con los tambores: “pa, pararara; pa, pararara; pa, pararara…” Justo cuando se disponía a lanzarse con la melodía principal, otro tipo, sentado en otro trono, tras otra puerta cerrada, comienza a silbar el estribillo más legendario del cine: “na, nananá, nanana…”. Lejos de achantarse, el primero mantiene el ritmo del “pa, parara”, el segundo sigue con el soniquete y, al llegar al subidón del segundo minuto, otro tipo, sentado en otro trono, tras otra puerta cerrada, silba la melodía con un tono más bajo: “na, nananá, nanana…”

La orquesta, clausurada con una ovación en forma de cisterna, abandona sus posiciones. “Buen trabajo señores”, se dicen entre ellos. De repente, son conscientes de que otra banda sonora está sonando en el escenario: ‘Ghost’. Se miran entre ellos y, tras un segundo de duda, uno de ellos ejerce de razón: “¡nah!” Y todos vuelven a sus salas.

La página 30

El principio es magia. Un oscuro sombrero de copa estratégicamente colocado en el centro de la mesa, boca arriba, del que brotan promesas de colores. Conocer a los protagonistas de una historia es uno de los más maravillosos pecados concebidos durante los siete días de la creación… Sin embargo, existe lo que los expertos llaman ‘el síndrome de la página treinta’. Les cuento: los afectados suelen entusiarmarse demasiado rápido. Empatizan. Leen las palabras con ritmo y sin pausa. Engullen sensaciones repletas de complejidades, errores que ven cada mañana en el espejo.

Suele ser en la página treinta cuando ocurre algo que cambia por completo la vida de los protagonistas. Un hecho notorio, un desencadenante de la historia que es, además, la que terminará dando sentido al punto y final. Hay lectores que no soportan la crisis. Aquello de ‘crisis es oportunidad’ les suena a pamplinas de cinta de autoayuda de los ochenta. Y, en la página treinta, cierran el libro. Por miedo, por ignorancia, por conformidad…por cobardía.

Es como aquel que abrió un libro de historia moderna y quedó fascinado con el ser humano: rueda al ritmo de Ford, conquista el aire y pinta lienzos llenos de alma. Pero de repente, en la página treinta, se encuentra con Hitler, el nazismo, el odio irracional, la guerra, los blancos y los malos. ¡Pum!, cierra el libro. Nunca podrá emocionarse cuando un negro le grite al mundo “yes, we can!” Olvidar la historia en la página treinta es aceptar que prefieres no arriesgar y no darle sentido al desastre.

Es un síndrome aplicable al resto de las actividades que conforman la rutina homínida: desanimarse con el estudio, abandonar el trabajo, olvidar la dieta, romper el juramento… perder la ilusión, el chispazo de los primeros días cuando la mirabas -o le mirabas- a los ojos y ansíabas descubrir qué pensaba; pero siempre sonreías.

Hay que ser valiente para pasar de la página treinta. A veces lo más sensato es quedarse ahí, estancado en lo de siempre, en lo seguro. Pero qué quieren que les diga, la razón es aburrida y la página treinta y uno, aunque diferente, es apasionante. No me malinterpreten, el cambio es necesario. Lo es cuando está justificado, cuando no es por un pataleo de inseguridad. Lo es cuando lees la última frase, lejos de la página treinta, y te das cuenta de que, después de todo, es el final que te hace feliz.

Recuerden amigos: el mayor error de todos es el que no has cometido.

Anécdotas palomiteras (II)

No tenemos ‘corchopanes’ ni ‘papanamericanos’, pero aquí traemos la segunda entrega de las mejores anécdotas palomiteras (mandadas al correo electrónico que tenéis arriba, ¡muchas gracias a todos por participar!). Si se ríen la mitad que yo perderán tantas calorías como en una sesión de spinning. ¡Al trapo!

1.- El rapero. El amigo José Amate recuerda perfectamente el estreno de ‘8 millas’, el ‘biopic’ ficcionado de los orígenes de Eminem. Era la primera sesión y la sala estaba a rebosar de gente de todo tipo. Resulta que los subtítulos de las canciones iban a un ritmo “bastante acelerado” para seguir la marcha rapera del yanki. Pese a que la mayoría de los espectadores no tuvieron problemas en seguir los textos, entre canción y canción, se escuchó la queja más melodramática y sincera que nunca se ha escuchado en una sala de cine: “¡¡Ajooouú vieo, compaaaaeeee, que yo no me toy enteraaandoooo!!” Se pueden hacer una idea de la carcajada general tan sonora que siguió al comentario.

2.- Pónganse en situación: padre, madre y tropel de hijos, del zagal al adolescente revenío. Todos gitanos. La película: ‘El último samurái’. A mitad de la proyección, cuando Tom Cruise todavía confunde la katana con una vara de pasto, se oye en la sala a la señora de la familia en cuestión, que desde las escaleras de un lateral le dice a su marido: “¿Palomitas o patatas?” El esposo le responde, pero ella no lo escucha. “¡Que no te siento! ¿Palomitas o patatas?” Una vez más, el mismo proceso. “¡Manué, que no te siento!” El resto de la sala sí que lo sentía. La señora pierde la paciencia y decide comprar lo que a ella le venga en gana, con la mala fortuna de que al dar el primer paso por las escaleras se cae estrepitosamente. Un golpe seco seguido de un “mecagoenmivía”. El marido se levanta asustado: “Amor, ¿estás bien?”. “Sí, sí, una buena hostia”, responde. La sala ríe. “Bueno, pues traeme palomitas” (enviada por ‘Ephiciency’).

3.- Después de una hora y dieciséis minutos, por fin, suena la fanfarria de Rocky VI. La vuelta al ring de Stallone tiene entusiasmado a dos colegas, fieles seguidores de la saga. Como recordarán, el combate final es contra un afroamericano enorme de dos por dos. Uno de los amigos se gira a su izquierda y le dice a su compañero: “Ahora verás, típica escena del negro haciendo de negro con música de rap de fondo, como dicendo “soy más chulo que nadie””. El otro, perplejo, traga como si se tratara de una película de suspense. Respira hondo y dice, con todo el sentimiento del mundo, “perdone usted, es una broma sin mala intención”. A la derecha del primero, un tipo de las mismas cualidades físicas que el rival de Rocky en pantalla les miraba desafiante (enviada por ‘Ericksen’).

Espectadores (II): el dictador

Si se fijan con detenimiento, descubrirán que a su lado hay otro espectador. Y, si afinan, se darán cuenta de que todos y cada uno de nosotros puede encuadrarse en un perfil ampliamente estudiado. A continuación, vamos a analizar al ‘espectadorus ego ordenus e mandus’. ‘El dictador’.

‘El dictador’, al contrario que otros especímenes de sala, pasa completamente inadvertido si no se dan las circunstancias adversas adecuadas para su liberación. Una persona de este perfil puede comprar su entrada, sentarse en la butaca, ver la película y salir con una sonrisa de oreja a oreja, sin darnos la menor pista de cuál es su categorización.

No obstante, un solo ‘error’ en su rutina cinematográfica y la bestia se desencadenará. A saber: si ‘El dictador’ compra las entradas con más personas él y sólo él decidirá la fila en la que todos se sentarán. Obligará a los acompañantes a no consumir productos escandalosos que puedan estropear la calidad del sonido y que distraigan su atención de la pantalla: palomitas, bolsas de patatas, frutos secos, etcétera (por lo que más quieran, nada de chicles). Si alguno de los presentes decide llevarle la contraria sufrirá la ira de Kahn: “te sentarás donde yo te diga” (esto es al final de la fila, lo más alejado de ‘El dictador’).

Puede suceder -y sucede- que no sean los acompañantes directos los que lleven bolsas con comestibles. Si está usted cerca de ‘El dictador’, le recomiendo que a la primera de cambio se dirija a los extraños y, con toda la amabilidad del mundo, les pida que guarden silencio y que no muevan sus bolsas. De no hacerlo así, la especie en estudio obviará cualquier condición humana para lanzar improperios del tipo: “¡¿Quiere hacer el favor de dejar la bolsa y de no comer como auténticos cerdos de granja?!” (verídico)

Como habrán podido observar, este perfil es un Bruce Banner con visos de Hulk. Aunque, todo sea dicho, si se respeta el protocolo y acatan sus normas, suele ser un apasionado del cine que aportará una gran conversación al finalizar la proyección. Eso, insisto, si le aceptan.

Espectadores: el comentarista

Si se fijan con detenimiento, descubrirán que a su lado hay otro espectador. Y, si afinan, se darán cuenta de que todos y cada uno de nosotros puede encuadrarse en un perfil ampliamente estudiado. A continuación, vamos a analizar al ‘espectadorus voceus totus tus’. ‘El comentarista’.

De entre todos los perfiles, el del ‘comentarista’ es el más fácil de discernir. Por muy grande que sea la sala, el especimen, mucho antes de que comience la proyección, ya estará berreando a pleno pulmón para que toda la sala sepa que es, sin lugar a dudas, el más ingenioso de los presentes. Además, al empezar la película encontrará un chiste para cada uno de los nombres que aparezcan en los créditos. Infalible.

El ‘comentarista’ no es muy inteligente. De hecho, utiliza el humor para esconder sus enormes carencias racionales y su absoluta falta de intuición. Así, nada más aparecer un personaje nuevo en pantalla, alzará la voz con la siguiente pregunta: “¿Y este quién es?” Conforme avance la cinta, el ‘comentarista’ subrayará momentos evidentes -la ciencia aún no ha conseguido descifrar el porqué-. Así, cuando la música esté en su clímax y el protagonista acabe de recibir el tiro de gracia, mientras que el público está con el alma en vilo y las primeras lágrimas comienzan a aflorar, el ‘comentarista’ dirá: “¡Que se ha muerto!”

Otra de sus cualidades intrínsecas consiste en asesinar la película cuando él considera que es “malísima”. Esto sucede si el ejemplar decide entrar a ver, por ejemplo, ‘La cinta blanca’ y descubre que no tiene ninguna escena de kárate. “Me aburro” o “menudo tostón” son las conclusiones más clásicas. Si, por el contrario, se trata de una comedia basura, procurará repetir el chiste durante unos minutos: “Mola, ¿y en el mío? Tío…”

La recomendación es que si, ya en la taquilla, sospechan que en la sala puede haber un ‘comentarista’, cambien de película o de sesión y, de no ser posible, busquen un asiento lo más alejado del sujeto. Suerte.

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