Por un puñado de besos: «rediós»

A veces una palabra basta para entender todo lo que merece la pena ser entendido. Las preguntas no son necesarias, las explicaciones sobran y combinar sujeto, verbo y predicado se siente como una pérdida de tiempo inmerecida. El hombre, rondando los treinta años, sale a toda prisa de la sala. Abre las puertas como si estuviera en una de esas tabernas del viejo Oeste cuyas puertas bailaban tras el empujón. Cogiendo aire con agonía, exhala: «¡Rediós!»

Con el «¡-ós!» aún retumbando en las paredes de la ciudad, un par de mujeres de su misma edad atraviesan la puerta, todavía tambaleante. Lloran de la risa, cogen aire, miran de reojo al muchacho que gritaba y vuelve a llorar de la risa. Son carcajadas de esas asfixiantes, que obligan a poner la mano en el estómago, como si así fueras a evitar que se escapara algún órgano por el ombligo.

El caso es que ellas reían y él seguía a lo suyo: «¡Rediós, rediós, rediós…!» No salió mucha más gente de la sala. Un par de parejas más, a lo sumo. Cuando estaban todos fuera, me vi obligado a curiosear, así que asomé el hocico por la puerta de atrás y descubrí que eran los títulos de crédito de ‘Por un puñado de besos’, de David Menkes.
Lo cierto es que no sé qué es lo que realmente pasó entre el muchacho y las mujeres. Tal vez se reían por otra cosa, pero yo no pude evitar pensar que la culpa era de la película. No sé, perdonen el prejuicio, pero teniendo en cuenta que el anterior trabajo del director es ‘Mentiras y gordas’, que será recordada como una de las peores películas españolas de la historia, me parece muy probable.

‘Por un puñado de besos’ parece uno de esos romances que sirven más para crucificar al cine español que para honrarlo. Una cinta que aprovecha la resaca de ‘Ocho apellidos vascos’ y el tirón de sus guapos protagonistas. Aunque, claro, siendo honestos, no tengo ni idea. El problema es que no me apetece mucho salir de dudas. Lo que dice poco de mí y poco de la película.

 

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Siempre me hicieron gracia

Siempre me hicieron gracia. Es una cosa muy personal. No sé, las veo y me da la risa. Y hablo de ellas sin recelo, como si fuera algo normal. Vaya, porque son normales. ¿Quién podría llevarme la contraria? Sin embargo, lo normal es que cuando me da por sacar el tema o hablar de ellas, me miren con cierta repugnancia y me manden a freír espárragos. El otro día, sin embargo, no fue así. Ya se pueden imaginar mi sorpresa cuando, en vez de asco, la niña se partía de risa. Dejen que les cuente:

La película terminó a su hora, como es habitual. Y todos abandonamos la sala por la puerta trasera, tal y como mandan los cánones del cine en cuestión. Una vez fuera, hay unas escaleras metálicas que dan a la calle y, justo allí, en mitad de la estructura, una madre y su hija discuten. La hija, por cierto, no debe sumar más de siete u ocho años. Pero qué graciosa:

-¡Mira Mamá! ¡Otra!
-¡Niña, para ya!

Ella, la niña, estaba exultante, con los coloretes marcados en unos mofletes que apenas sabían contener la risa.

-¡Otra, otra!
-¡Pero niña!

La alegría desbordante de la zagala provoca que la madre, a priori incómoda, sonría levemente. Hasta que, por fin, decide unirse a la risa contagiosa de la pequeña. Y venga a reír y a reír. Ellas y yo, claro, que no me podía creer una escena tan incomprensible. De pronto, la niña se limpia las lágrimas de los ojos y le pregunta a su madre:

-¿Seguro que no pueden hablar, mamá?

Y la señora, con el aliento entrecortado de las carcajadas, le replica:

-No, hija, ya te lo he dicho. Aunque te hagan gracia, las cacas no pueden hablar.
-¿Y andar?
-Tampoco.
-¿Entonces cómo ha llegado hasta ahí arriba?

(Un vídeo memorable, para completar la entrada)

Cine de empacho

La situación es tal que así: llegas a casa –o se van tus invitados; tanto monta, monta tanto- hastiado de comer, beber y brindar por la buena vida, que te sientas en el sofá y caes como un titán sobre la roca. Mientras los excesos de grasa y alcohol se recolocan en un par de nuevas mollas de las que aún no eres consciente –ya llegará el 8 de enero, ya-, estiras el brazo en un último acto de valentía para alcanzar el mando de la televisión, pulsar el botón, y dejarte llevar al maravilloso mundo de la vagancia. Echas un suspiro cual gorrino en barrizal y hala, a ver una película.

Entonces, justo entonces, justo en el momento en el que lo último que quieres es decidir nada, te sorprende una parrilla televisiva en la que hay una decena (¡una decena!) de películas que podrías ver sin problema. De hecho, te apetece verlas todas. Empiezas con el clásico zapping, cadena a cadena, y vas parando unos segundos para recordar un poco la trama de las que ya están empezadas. En otros canales, miras el pequeño resumen de lo que viene después, por si te gustara más que la opción anterior.

Total, que antes de que te des cuenta estás por el canal 43 y has empezado a ver siete filmes distintos en un pequeño espacio de tiempo: menuda empachera. Tu cuerpo te exige que cumplas con la ley del mínimo esfuerzo propia de una digestión navideña, así que, decidido, te comprometes a elegir una. Pero no lo consigues. Pulsas un botón, sueltas el mando y te dejas llevar por lo que sea.

A la mañana siguiente, alguien te pregunta si viste anoche ‘Looper’. O ‘Up’. O ‘Wall-E’. O ‘El Príncipe de Persia’. O ‘Piratas del Caribe’. O ‘Los Cazafantasmas’. O ‘Alto, o mi madre dispara’. O ‘Transformers’. O ‘Harry Potter’…  No quiero decir que todas esas películas me gusten. Pero sí son cintas que, acomodado en tu sofá, entran fácilmente, como un vaso de agua después de la comilona. El caso es que, no sé si a alguno de ustedes le pasa igual, al final no veo ninguna. Por puro empacho.

 

 

El mejor anuncio de la Lotería de Navidad

Hete aquí una verdad de la que hoy, no ayer, me siento orgulloso de confesar: soy fan absoluto del anuncio de la Lotería de Navidad. Y digo más: es el mejor anuncio de la Lotería de Navidad desde que se marchó el calvo. Ya sé lo que están pensando. Que si es horrible, que si parece una parodia, que si es cutre, que si tengo pesadillas con los dientes de Raphael y los ojos de Montserrat. Nada, pamplinas. ¿Cuánto tiempo hacía que un spot no nos hacía tan felices? ¿Cuánto de que no nos reíamos con tanta holgura? Leches, ¡nos ha unido como pueblo!

Si nos ponemos técnicos, la Lotería de Navidad no necesita hacer una publicidad para darse a conocer, pero sí necesita que se hable de ella. Ahora, levanten la mano los que no hayan tarareado la cancioncita sin querer o no hayan compartido uno de esos vídeos en los que Bustamante canta heavy metal. ¡Ajá! Lo que les decía, un éxito.

Pero la razón definitiva para superar todo complejo con el anuncio de la Lotería de Navidad sucedió el pasado fin de semana, durante los tráilers de ‘Los Juegos del Hambre: En llamas’. Verán. La sala estaba a reventar. Llena hasta la bandera. Como suele pasar, la gente seguía con sus conversaciones mientras que el perro de Vodafone y las chicas de Axe se paseaban por la enorme pantalla. Sin embargo, todo cambió cuando apareció la plaza iluminada del spot navideño.

En serio, fue alucinante. La gente se dio codazos, pidió silencio y se puso a ver, con cierto nerviosismo, los primeros compases del «ya llegó la Navidad». Era como cuando te cuentan un chiste que te sabes y estás deseando que llegue a la parte graciosa, para reírte otra vez. Y eso es exactamente lo que pasó: risas crecientes hasta el final, cuando la sala rompió a carcajada limpia con Montserrat Caballé y Raphael. Qué contagio tan espléndido, como si fuera un gag clásico del programa especial de Fin de Año de Martes y 13.

Fíjense cuando vayan al cine y me cuentan. Yo, muy fan de la Lotería de Navidad.

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De picnic por el cine

Primera parte. Un señor que anda como un compás y, de tener punta de acero, rodaría como una peonza, dirige la expedición. Es una máquina imparable. Sus hijos, dos niños de unos diez años y una niña de algo menos, y su mujer, una señora de pelo rubio a lo Marge Simpson, rodean la zona de chucherías del cine mientras él se acerca a la taquilla. La eficacia es extrema: el hombre pide cinco entradas para ‘Turbo’ y el resto de la tropa se carga con refrescos, palomitas, dulces de chocolate, caramelos y una bandeja de nachos con queso.

El señor, con los pases en la mano, reúne a su familia antes de pagar la ‘comida’ y les advierte, con voz militar, que, tal vez, se han pasado un poco: «¡Y unos huevos!», grita. «¡Que nos vamos a dejar cien euros en la visitica al cine!» Los niños lloran y patalean, «¡por fi papi!»; la señora entorna el cuello y se pronuncia con quietud: «anda, un día es un día». El hombre se rebota, da un brinco contenido y, poseído por el mismísimo Capitán Haddock, maldice a los cuatro vientos: «¡Que sea la última vez!» La familia, feliz en su mayoría, entra en el pasillo donde se reparten las salas de proyección. Él, antes de entrar, sentencia: «esto es muy caro».

Segunda parte. Dos amigos se ríen con cierta malicia de un hombre con andares circulares. Antes de ir a comprar sus entradas a la taquilla, uno de ellos dice que tiene sed y que le apetece un refresco. Salen del recinto y entran a una pequeña tienda que se encuentra a diez pasos del cine, dentro del mismo centro comercial. «Una coca cola, por favor», dice. «Un euro con veinte, por favor», replica la dependienta. «Aquí tiene», sonríe finalmente.

Los dos vuelven a la taquilla, piden sus entradas y se topan otra vez con la familia mientras discuten por el excesivo gasto en chucherías. «Joder», se compadece el que compró el refresco. «Menudo picnic se están montando», añade. El otro, con una sonrisa maliciosa, señala un cartel con los precios del cine y sentencia: «Tu coca cola ha costado 1,20 euros. Aquí dentro, la misma, vale 2,70».

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