¡¿Qué suena?!

La película llevaba diez minutos en la pantalla y no podíamos pensar en otra cosa: maldita música del demonio. Los dos entramos en la sala con la cabeza llena de pájaros. Cada uno con los suyos, los propios después de un día de trabajo. Total, que nos retrepamos en las butacas y nos pusimos a charlar de la vida cuando nos percatamos de la melodía que sonaba de fondo. Sin darnos cuenta, ambos empezamos a tararearla. A seguir su ritmo. Nos miramos el uno al otro como diciendo “qué bonita es esta banda sonora”. Hasta que él, con una sonrisilla nerviosa, me pregunta:

-Oye, que no me sale, ¿de qué película es?

-Sí, tío, en eso estaba yo. Que no me sale… Pero es de ciencia ficción, ¿verdad?

-A mí esta parte me suena a un avión o una nave en el cielo…

De forma mecánica, levantamos las manos y las paseamos delante de la pantalla, como imitando el vuelo del avión al ritmo de la música. Pero nada, no sale. Con la cara estreñida, nos sentimos como cuando quieres decir una palabra que conoces de sobra pero parece que alguien la haya borrado del diccionario. Un bloqueo de ignorancia, un fallo en Matrix, un flashazo de Men In Black, un tatuaje de Memento, una retahíla de Ozores.

-Ostras, ostras, ostras…

-¿Qué, qué, cuál, cuál? -pregunto

-¿Cocoon? -En ese momento, se apagan las luces y comienza la película. Yo, aliviado, confirmo

-Sí, Cocoon. No le demos más vueltas.

No habían pasado ni treinta segundos cuando él, Bruno, mi colega, me susurra: “Ni de coña, tío. Que no es ‘Cocoon’”. Y, como una de esas arcadas matutinas tras una noche toledana, la melodía volvió a mi cabeza: naaanananaaaaa…

-Tío, no me concentro en la peli. ¿Seguro que no era ‘Cocoon’? -espeto.

-No.

Un cuarto de hora más tarde, los personajes del filme mueven la boca pero no producen sonido alguno. Todos sus diálogos están superados por la musiquita del demonio, que no se va. Y así estaba yo, ofuscado en la chorrada musical, sintiéndome el más pringado del cine, cuando un grito contenido me liberó de las cadenas: “¡’Ghost’, coño, ‘Ghost’!” Pues eso. Dos pringados mejor que uno.

Siempre son dos

Un padre y su hijo llegan a la taquilla con esa implacable sonrisa, esos andares de baldosas amarillas, ese porte despreocupado que solo unas vacaciones pueden dar. El adulto, vestido con una camiseta de Darth Vader comprada en Springfield -últimamente llevan muchas frikadas a las tiendas de ropa, ¿no les parece?-, mira a su hijo, que porta con elegancia a Yoda en el pecho -parece que la pareja hace más cosas juntas además de ir al cine-, y le dice: “¿Qué?”

El chaval analiza la cartelera de izquierda a derecha, con parsimonia pero sin perder el estilo. Como el aprendiz que procura distinguir con maestría si las columnas del Partenón son dóricas, jónicas o corintias. Unos segundos más tarde, devuelve la mirada a su padre y responde con seguridad: “Ya”.

El joven padre acepta el mensaje sinténtico de su hijo y le invita, con un leve gesto de muñeca, que puede aproximarse a la taquilla. La señorita, muy agradable, mira al niño y dice muy melosa: “¿Qué van a ver los caballeros?” El zagal, con la mirada de un adorable osito de peluche, responde: “El Capitán América”.

-No, lo siento pequeño, pero para esa todavía no tengo entradas.

-¿Por qué no? -inquiere el de Yoda.

-Porque todavía no se ha estrenado, pero tiene otras: Kung Fu Pa…

-No es verdad -interrumpe-. Sí se ha estrenado.

-No, no. ¿Por qué te iba a engañar? Se estrena el 5 de agosto.

-Se estrenó la semana pasada…

-Bueno, aquí no. Pero seguro que tu papá te trae cuando la pongamos, ¿verdad? -intenta devolver el tono agradable a la conversación; el de Vader, responde.

-No, yo también quiero ver ‘El Capitán América’…

Unos segundos más tarde, con una mirada oscura, tenebrosa y maquiavélica, ambos se dan la vuelta y marchan por donde han venido, dejando a la taquillera con el rostro descompuesto. Les miro caminar, con esa extravagancia que da el tiempo libre y digo, casi entre susurros: “siempre son dos, un maestro y su aprendiz”.

Resacones

Subirte en un autobús nocturno de Londres exige un mínimo de atención que, para los foráneos, no siempre está disponible. Volvíamos de fiesta de un bareto cuasi clandestino llamado coloquialmente ‘El Pepe´s’, muy cerca de la parada de metro de Tottenham, frente a la estatua de Freddie Mercury en el Dominion Theatre. Íbamos al antro una noche al mes o así, no por su música -Bisbal no suena mejor en ningún otro meridiano-, sino porque era frecuentado por muchos españolitos -de ahí el nombre- y era un buen lugar para sentir la patria y brindar por las buenas cosas de la tierra que echábamos de menos con gente que las sabía valorar.

A las tres de la mañana, con todo el pescado vendido y un porcentaje elevado de pintas en el cuerpo, pusimos pies en polvorosa. Las distancias allí son impensables sin metro, así que pillamos el bus 25, conocido también, por cierto, como el ‘free bus’ (otro día, cuando tercie, les hablo del peligro de no pagar un autobús en la pérfida Albión).

A esas horas, conseguir sentarse en el 25 era un milagro. Lo más probable es que tocara hacer el trayecto a casa como sardinas en lata, apelmazados a otros ingleses de la periferia. Pero, allí estaban: tres preciosos asientos colocados por la gracia de Dios, vacíos, esperando a tres españolitos de rostros encendidos y mirada huidiza. Las butacas no estaban juntas, así que en la siguiente parada, una marea de hooligans entró, aislándonos en una posición cómoda, relajada y, lamentablemente, traicionera.

Nos quedamos dormidos. Fritos por completo. Caput. Con lo que la atención mínima se fue al garete acompañada de nuestra ubicación. Al abrir los ojos nos hicimos la misma pregunta: “¡¿Dónde carajo estamos?!” El bus estaba con el motor parado, con lo que supusimos que debíamos bajar. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, el conductor se había evaporado. “Aquí estamos”, dijo uno de mis compinches mientras señalaba con un dedo el nombre de la parada y con otro el mapa. ¿Muy lejos?, pregunté. “Como de Granada a Jaén, literalmente”.

El final de la historia me lo guardo, que es demasiado humillante. El caso es que hoy se estrena la secuela de ‘Resacón en las Vegas’, una comedia irreverente que nos encanta porque, de una manera u otra, habla de un lugar común.

Bond, iBond

El otro día leí por Internet una de esas anécdotas que se venden como reales de la muerte pero que suenan a bulo del copón. En cualquier caso, si fuera falso, es una mentira en la que decido creer. Porque es genial: resulta que Steve Jobs, el tipo que se esconde detrás de la manzana de Apple, quería una figura del cine para protagonizar una campaña de publicidad de su nueva gama de productos, en 1998.

Después de realizar una criba en la élite, llegó a la conclusión de que la estrella que necesitaba era alguien con carisma, con un rostro que inspire confianza y que aúne tradición e innovación. ¿El elegido? Sean Connery. El único problema es que el insigne actor inglés rechazó la propuesta. Jobs, lejos de abandonar en su empeño, organizó una estrategia para convencer al insigne inglés. Además de llamarle por teléfono en repetidas ocasiones, contactar con sus agentes y mandarle regalos, le escribió una carta en la que le indicaba una idea, brillante, en la que Connery no había caído: “Estimado Sean, estamos viviendo una revolución tecnológica. Nuestros productos son mucho más que simples aparatos, son las armas con las que cambiar el mundo, ¿no te gustaría formar parte de este apasionante momento histórico?”

El padre de Indiana Jones, conmovido, escribió una misiva para Steve Jobs. Pura literatura: “Lo diré una vez más. Usted entiende el inglés, ¿verdad? No venderé mi alma a Apple ni a ninguna otra compañía. No tengo ningún interés en “cambiar el mundo”, tal y como me sugiere. No tiene nada que yo pueda querer. Que le quede claro: usted es un vendedor de ordenadores, ¡y yo soy el puto James Bond!

No se me ocurre una manera más rápida para destruir mi carrera que aparecer en uno de sus anuncios. Por favor, no vuelva a contactar conmigo. Un saludo, Sean Connery”.

¿Qué me dicen? I-mpresionate.

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