David Benioff y D.B. Weiss

Ahora que vuelve ‘Juego de Tronos’ a la palestra es justo hablar de ellos: David Benioff y D.B. Weiss. Mientras que George R.R. Martin es el alma máter de la guerra por la corona de ‘Canción de Hielo y Fuego’, Benioff y Weiss son los escritores a la sombra del escritor. Y, por una vez, no se trata de un ejército de talentos que ceden su espada al héroe consagrado. Es cierto que Martin, después de muchos años -la mayoría de su vida- aislado en el anonimato de su teclado, se relame con las mieles del éxito. Merecido éxito. Pero tomen nota porque los responsables del guión de la serie son, por pleno derecho, apuesta de futuro.

Leí a Benioff cuando la serie de la HBO era aún una entelequia. ‘Ciudad de ladrones’ es una novela humilde, como el típico compañero de trabajo que se sienta en silencio y no hace ruido, pero cuando hay que dar una idea es el que tiene las mejores. Cuenta la aventura de Lev y Kolya, dos jóvenes rusos que, en un Leningrado devastado por el ejército alemán, en el invierno más frío que se recuerda, el de la Segunda Guerra Mundial, deben salir a la calle y encontrar una docena de huevos para la hija de un coronel. ¿Si no lo hacen? Morirán fusilados.

‘Ciudad de ladrones’ se lee rápido, con gusto, gracias a un ritmo muy cinematográfico y a una bien entendida combinación de humor y aventura. Una fantástica novela en la que es fácil intuir ese invierno que se acerca, esos niños que se abren paso y esa crueldad que caracteriza a los seres fríos, ambiciosos y terribles que habitan a este lado del muro.

Con respecto a Weiss, me encantaría decirles que he leído ‘Lucky Wander Boy’, su primera novela inspirada en la edad dorada de los videojuegos: el píxel. Pero no se ha editado en España. Él también es el encargado de escribir el guión de la película de ‘Halo’ y de ‘El Juego de Ender’.

Disfruten con la magnífica ‘Juego de Tronos’, una serie de la HBO, George R.R. Martin, David Benioff y D.B. Weiss. Cuatro nombres propios.

 

 

Moby Dick

Como diría Gandalf, no podemos elegir el momento que nos toca vivir, pero sí cómo vivirlo. Haga el experimento, salga a la calle y pregunte a cualquier peatón. Descubrirá que todos venimos de realizar muchas más decisiones de las que somos conscientes: ¿Abro una cuenta de Facebook? ¿Digo que no me gusta la política en Twitter? ¿Me suscribo a Spotify o me compro un reproductor de vinilo? ¿Voy al cine o me alquilo un ‘video on demand’? ¿Imprimo el documento o lo guardo como pdf? ¿Por qué me piden un fax cuando todo el mundo manda emails? Y, por fin, la pregunta que justifica el título de este artículo: ¿libro de papel o libro electrónico?

Hace unos días me compré un lector de ebook. Para alguien que ha defendido tantas veces el placer que supone pasar páginas, oler a libro, manosear el lomo y curiosear la cubierta -incluso dormirse la siesta con un pesado tomo sobre el pecho tiene su encanto-, admitir la compra de un libro electrónico es una confesión complicada. Es como si el héroe de turno hubiera pintado una línea en la arena, para separar a un bando de otro, y, después de muchos años, le dijeras: «disculpe, capitán, pero que voy a probar aquél lado, a ver cómo va la cosa». ¿Es una traición?

Antes de que llegara el aparato de marras a casa, estuve varios días buscando el libro apropiado para estrenar mi lectura digital. Fue una entrevista con Tom Hanks, precisamente, la que me dio la clave. Decía que había intentado leer muchas veces ‘Moby Dick’ y que, tras muchos años, lo había conseguido. Y añadía: «quería leer el libro demasiado pronto; no había llegado mi momento». No me avergüenzo de admitir que yo tampoco lo había leído. Fue como una señal, un cartel luminoso con el rostro de Herman Melville invitándome a pasar.

Cielo santo, he disfrutado tanto leyendo ‘Moby Dick’. No era ni remotamente consciente del humor, la ironía, el carisma y la aventura que recorren sus páginas. Por mucho que sepas la historia –o que hayas visto alguna película que otra–, ninguna consigue imprimir la fe que derrocha la primera línea: «Llamadme Ismael».

El caso es que ahora miro a la estantería y la siento huérfana. He leído ‘Moby Dick’, pero necesito un lomo de tapa dura que lo diga. Que me recuerde el viaje, la experiencia, lo aprendido sobre la cubierta del Pequod. Una cicatriz palpable. Supongo que por eso acabo de encargar una preciosa edición de la obra de Meville en glorioso papel. Y, mientras llega, seguiré leyendo otras novelas con la comodidad digital. A veces, las decisiones no son excluyentes.

El atlas de las nubes (libro)

Un niño sube a una higuera y ve entre las ramas una sala repleta de pinturas. Ya anciano, recuerda el olor tan característico de la lluvia mezclado con el óleo mientras relata a su nieto el color de aquella sala repleta de pinceladas. El nieto estudia Bellas Artes y su primera obra expuesta se titulará ‘la vida a través del cuadro’, que un coleccionista inglés expondrá en su mansión de Nottingham. Ahora mismo llueve allí, justo en el momento en el que el escritor decide empezar su siguiente novela: “El niño mira las pinturas mientras la lluvia le parece ajena…” La nave espacial cruza el océano de estrellas y un pasajero observa la Tierra y recuerda cuando, de pequeño, leyó la bucólica historia del niño que descubrió el arte a través de una ventana.

El párrafo anterior no tiene nada que ver con ‘El atlas de las nubes’. Y, sin embargo, es igual. David Mitchel (1969), autor de ‘Mil otoños’ y ‘El bosque del cisne negro’, escribió su novela con una idea en la cabeza: “todo está conectado”. Toda decisión, experiencia, sentimiento e impresión funciona conforme a un futuro y a un pasado. Así, el libro de Mitchel se compone de seis historias a priori inconexas que conforman una única aventura.

‘El atlas de las nubes’ tiene un arranque prometedor, una estructura original y una enorme capacidad de sugestión. Sin embargo, conforme pasan las páginas, hacia el último tercio del libro, la mitología que intenta recrear se desmorona, difuminando la magia y confundiendo al lector. Es entretenido, pero mucho menos de lo que cabría esperar de un concepto tan atractivo: la trascendencia.

El próximo 22 de febrero se estrena en España la versión cinematográfica de ‘El atlas de las nubes’, dirigida por Tom Tywker y los hermanos Watchowsky, con Tom Hanks y Halle Berry en los papeles protagonistas. Cinta que llega con un importante varapalo de la crítica y del público estadounidense y que, pese a todo, tengo ganas de ver (su trailer me sigue pareciendo una virguería preciosista). ¿Mi recomendación? Lean el libro antes de que sea tarde. No creo que estemos ante una versión tan lograda como ‘La vida de Pi’, pero, de eso, ya hablaremos más adelante.

Vida de Pi, la novela

Qué problema hay si quiero ser hindú, musulmán y cristiano al mismo tiempo? ¿Si cuatro bestias pueden convivir en paz en un espacio reducido, por qué no hombres y mujeres de distintas razas y etnias en un mismo planeta? ¿Cuándo decidimos dejar de creer?

‘Vida de Pi’ es una novela que cabalga entre fantasía, filosofía, ética, religión y biología. Entre el drama y el humor. El protagonista de la historia es Piscine Pattel que, después de soportar infinitos chistes sobre su nombre (sus padres eran amantes de la natación y ‘piscina’ les pareció un nombre muy inspirador), optó por acortarlo a un simple ‘Pi’. Un nombre con fórmula matemática que esconde a un adolescente tremendamente espiritual.

La familia de Pi es conocida en Pondicherry, La India, por gestionar el maravilloso Zoo de la ciudad. Todo cambia cuando la crisis económica de principios de los 70 -siempre hay una crisis- obliga a los Pattel a hacer el petate y emigrar a Canadá, en busca de nuevas oportunidades. Descubrir cómo Pi termina en un bote salvavidas, en mitad del Atlántico, rodeado de tiburones y en compañía de un león, un orangután y una hiena, está ahora en sus manos.

Yann Martell, autor de ‘Vida de Pi’, ha consolidado su carrera como escritor mediático gracias a esta novela. Nacido en Salamanca (1963) y criado en Canadá, Martell explica en el prólogo del libro cómo un anciano le contó la historia de Pi durante un viaje a la India. Una historia que revolucionó el mercado estadounidense, convirtiéndose en un arrollador éxito de ventas que se consagrará el próximo viernes 30 de noviembre con la versión cinematográfica que dirige Ang Lee (’Tigre y Dragón’, ‘Brokeback Mountain’, ‘Sentido y sensibilidad’).

La novela está dividida en un centenar de pequeños capítulos que relatan la épica aventura de Pi a bordo del pequeño navío. Pequeñas cartas escritas en primera persona en las que siempre hay lugar para una reflexión íntima y profunda sobre la espiritualidad; la religión entendido como un encuentro entre uno mismo y un Dios que comparte tantos nombres como creencias. Y la creencia, por encima de todo, en las cosas bellas que pueblan la extensa y vasta Tierra.

Yo estuve allí

Mi escena favorita de ‘El Imperio del Sol’ (1987) empieza con Jamie, el pequeño Christian Bale, corriendo por el campo de concentración japonés, cambiando un tesoro tras otro hasta sentarse frente a John Malkovich, un superviviente nato que le da la clave para vivir un día más. Jamie imagina que vuela, que pilota un avión de caza, un Cadillac del cielo, que sus piernas son alas metálicas que truenan por encima de las nubes. Pero, sin duda, uno de los momentos clave de la película de Spielberg es cuando el niño confiesa a un grupo de soldados, entre gritos, que acababa de ver la luz de Dios, la bomba atómica. E insiste: “¡Yo estuve allí!, ¡yo estuve allí!”

Una frase sencilla de la que todos querríamos sentirnos parte. Convertirte en testigo de la Historia es un tesoro impagable que no se puede cambiar ni comprar, tan solo envidiar o compadecer. Tres palabras que cierran toda discusión basada en creencias, rumores y pamplinas: Yo estuve allí, no hay más.

El Cine ha creado infinidad de personajes que podrían decir “yo estuve allí”. Uno de los más significativos, carismáticos y, quizás, queridos, es Forrest Gump. Precisamente en él pensaba cuando terminé de leer ‘El abuelo que saltó por la ventana y se largó’, de Jonas Jonasson. El protagonista de la novela (que ya tiene anunciada su versión en gran pantalla), Allan Karlsson, un anciano que celebra su cien cumpleaños, corre un sinfín de episodios a lo largo del Siglo XX que decidirán el rumbo de la humanidad. Y así, una vez tras otra, le escucharemos decir “yo estuve allí”.

Lo que me fascina de todos estos personajes, viajeros nómadas, es que todos, sin excepción, consiguen una felicidad perdurable en el tiempo, sin importar el espacio. Ya sea en una prisión, en un gulag, perdido en una ciudad devastada o en mitad de la guerra. Todos miran al frente y avanzan, sin lamentar, sin llorar. Sólo despliegan las alas y corren como si fueran aviones. Y pienso que, tal vez, ése sea el secreto para ser testigo de la Historia: disfrutar del viaje.

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