Sally Menke

El negocio del cine es una prostituta muy caprichosa. Cuando se promociona una película se utilizan los mismos elementos de siempre: Dirigida y escrita por, de los productores de, con la participación de tal o cual actor… Siempre quedan en la sombra miembros vitales para el funcionamiento de un rodaje y para que el resultado final sea tan espectacular.

Por ejemplo: El tipo que sujeta el micrófono. O el cámara, sin ir más lejos. Los conductores que llevan a los actores de una punta a otra para que estén preparados al grito de ‘acción’. Supongo que si eres consciente de la cantidad de gente que participa en la monumental aventura de rodar una película es cuando empiezas a ver como una falta de respeto levantarte de la butaca cuando los títulos de crédito aún están en la pantalla. Pero eso es otra historia.

Ha muerto Sally Menke. No, no había escuchado nunca este nombre. Pero puedo imaginar lo mucho que ha perdido el mundo del cine. Ella ha sido la editora de todos -todos- los filmes de Quentin Tarantino. Y eso es un currículum impresionante. Me imagino a los dos, encerrados en una sala de montaje, discutiendo sobre cómo montar alguna escena del combate de La Novia contra los 88 locos en Kill Bill 2. O la espectacular apertura de ‘Malditos Bastardos’, con aquella tensión tan aplastante sobre los judíos que se escondían bajo el suelo del temible Hans Landa. ¿Y el cruce de miradas de John Travolta y Uma Thurman? Qué trabajo tan bonito.

Menke ha aparecido muerta en el fondo de un barranco. Al parecer sacó a su perro de paseo y, no se sabe cómo, cayó. Unos dicen que fue un golpe de calor, otros, más perversos, unen maquiavélicos hilos entre los guiones de Tarantino y la también estrambótica muerte de David Carradine.

Aldo Sambrell

Aldo Sambrell no fue un hombre bueno. Ni feo. Ni malo. Su nombre no aparece subrayado y en negrita en las enciclopedias de cine. Tampoco fue uno de esos tipos de mirada azul electrizante y una estantería repleta de galardones, títulos honoríficos, medallas y demás utensilios de baño. Porque Aldo Sambrell, antes que famoso, era actor. Un trabajador. Un artesano que cuidaba los detalles de la voz al igual que un alfarero mima el barro que cae del torno.

El sábado murió. La bomba informativa, como pueden imaginarse, fue inexistente. Sambrell nació en Vallecas, hace 79 años. Su cara es como la de aquel niño con el que jugabas de pequeño, en el patio del colegio, pero que luego nunca volviste a ver. Hasta una tarde de otoño, cuando te lo cruzaste por la calle y pensaste “¿de qué me suena esta cara?” Él fue el malo de un centenar de ‘spaguetti westerns’ en sus años mozos. Y, de viejo, Dios sabe cuántas veces se habrá enfadado al escuchar lo de eres más lento que el caballo del malo. “Qué sabréis vosotros de caballos”, pensaría.

Uno, que cree en la justicia poética, está convencido de que algún productor de Hollywood, revisando los periódicos del día, leerá la biografía de Aldo y verá, rápido como una bala, que su vida fue un guión maravilloso: huye de una guerra en Madrid, crece en México, se convierte en futbolista en el Puebla y Monterrey, cantante de rancheras, estudia Arte Dramático en Suecia, vuelve a España, juega en el Alcoyano y en el Rayo Vallecano… Y, en 1962, debuta en ‘Atraco a las tres’.

Lo de morir no fue nada nuevo para Aldo. Ya lo había hecho cientos de veces a manos de Charles Bronson, Yul Brynner y Clint Eastwood. De hecho, el fue el único actor que participó en las tres películas de ‘La trilogía del dólar’ con el gran Sergio Leone. Y, puestos ha hablar de leyendas, también participó en ‘Aquí llega el Condemor, el pecador de la pradera’, con Chiquito de la Calzada.

Si el éxito se mide por los resultados que genera un apellido en Google, Sambrell no alcanzó la fama -tal y como la conocemos hoy-. Pero si el éxito, la felicidad, es cumplir con una vocación latente durante todos y cada uno de los días de tu vida, Sambrell fue extraordinariamente feliz.

Mi ceguera

Qué necesidad tenía de saber que murió. Díganme. Quiero esa razón tan primordial, tan urgente, tan vital. La ignorancia es un bien poco valorado y nadie les pidió que me informaran. ¿Acaso las páginas se pudrirán, las comas se harán ceniza y las letras olerán a viejo? ¿Tal vez dejen de latir las palabras? ¿Perderá sentido, olvidaré su nombre? “Saramago ha muerto”. Mienten.

Dicen que nadie escapa a los grandes placeres de la vida: el café solo, la cerveza en compañía, Miles Davis, el abrazo de otro, el beso de otra… Tarde o temprano, el universo termina dándote una sonora bofetada, imposible de esquivar. Ese goteo de maná llega con calma, en el momento preciso. Nunca pronto, nunca tarde.

No tienen por qué ser instantes místicos en los que una serie de casualidades consiguen cultivar su fe en un destino superior. Un día, simplemente, aparece un libro encima de la mesa. Alguien dice “léelo, te gustará”. Y la maquinaria conspiranoica te mece de orilla a orilla, como en un vals.

Esos chispazos de genialidad nos abren los ojos. Evitan una ceguera global, engendrada por la rutina y la falta de curiosidad –“empezamos a envejecer cuando perdemos la curiosidad”-, que nos convierte en reyes tuertos con ganas de seguir oteando nuevos horizontes. Perlas que inspiran a otros, como a Fernando Mirelles (‘El Jardinero Fiel’), que, en un ejercicio de alquimia, transmutó la palabra en fotograma con la inquietante ‘A Ciegas’ (2008).

Todos los elefantes mueren. Pero algunos son inmortales: “Dice aquí el primo maximiliano que salomón. La reina no lo dejó acabar, No quiero saberlo, gritó, no quiero saberlo. Y corrió a encerrarse en su cámara, donde lloró el resto del día” (‘El viaje del elefante’).

La Gran Evasión

Los tambores repican durante 10 segundos para dar paso a traviesas flautas que dibujan una guerra más cercana al patio de juegos que a una escabechina militar. El cine bélico es así, tan tramposo como épico. Y el tema principal de ‘La Gran Evasión’ es una composición perfecta, singular. Desconozco por completo si Jack Harrison escuchó, al compás de su último aliento, la melodía de la película de John Sturges. O repasó, página a página, la novela original de Paul Brickhill. Pero estoy convencido de que no existe palabra, composición, poema o fotografía que pueda honrar más una vida tan apasionante como la suya.

Jack Harrison. Si lo dicen con ambición suena a nombre de héroe: Jack Harrison. Él, mucho antes que Steve McQueen, fue uno de los auténticos protagonistas de ‘La Gran Evasión’. Él, sin doble ni guión, estuvo retenido en una prisión nazi durante la II Guerra Mundial. Y él, para orgullo de la Historia, fue uno de los pocos que sobrevivió al túnel táctico de Sandy McDonald (Gordon Jackson).

‘La Gran Evasión’ es un sutil canto a la libertad. Y digo ‘sutil’ porque, por muy evidente que sea el objetivo de sus protagonistas, ninguno de los hombres de Eric Ashley (David McCallum) lanza el mensaje definitivo con un diálogo mascado o un clamor al cielo antes de morir degollado. Son gestos, preciosos y fotogénicos, que describen el enorme poder del ser humano para volar muy por encima de una celda subterránea gracias a una pelota de baseball. O esa motocicleta, tan ambiciosa, que salta las rejas de cualquier jaula. Incluso, segundos antes de ser fusilados juntos, sus miradas se convierten en un sentido lazo de sangre.

Jack Harrison escapó en 1945 de la prisión. En 1962 se estrenó ‘La Gran Evasión’ en el cine. Son 48 años diciendo a sus hermanos y luego a sus hijos y luego a sus nietos y luego a todo el que pasara por allí: “Yo lo conseguí”. Supongo que la pena y la alegría le flotarían por igual los ojos. Hoy podrá compartir su experiencia con el genial James Coburn (fallecido en 2002), que interpretó al oficial de vuelo Louis Sedgwick, aquél que llegó, libre, a España.

La chica de oro

Dios, la televisión ha dado tantos lugares comunes… No sé si les pasa igual, pero hay programas y películas que sólo con nombrarlas me transportan al salón de otra época, en la que una única televisión reinaba las veladas familiares. Los puros de Hannibal, el telecomunicador de Michael Knight, la fuerza de la ‘Súper Abuela’, la chaqueta del halcón callejero, el chicle de McGyver… Series que algunos vimos siendo niños y otros siendo adultos, pero hoy todos las recordamos igual.

Creo que era a media tarde, después de la telenovela, cuando ponían ‘Las chicas de oro’. Las tres señoras aquellas tan majas y graciosas que se metían en innumerables embrollos repletos de casualidades indeseadas. No es que fuera de mis favoritas, pero sí está dentro de ese lugar común del que antes les hablaba.

Ayer murió Rue McClanahan. Y la verdad, me ha sorprendido. Sinceramente, pensaba que ya estaban todas, en fin, fallecidas. Entiendan que para nosotros era la serie de ‘las abuelas’. Casi treinta años después, yo qué sé, ni Fraga.

El caso es que me puse a navegar por el infinito mundo de Internet, y descubrí dos cosas. La primera, que McClanahan salía en ‘Starship Troopers’, cinta de ciencia ficción de la que me confieso fan –“¿desea saber más?”, genial-; la segunda, que aún queda una chica de oro viva: Betty White. Y muy viva, por cierto.

La fenómena está triunfando en el show de humor por excelencia en el país del Hot-dog: ‘Saturday Nigh Live’ (ése que en España duró dos telediarios). Por lo visto, es tan graciosa y ocurrente, que se ha postulado como seria candidata para presentar una de las grandes galas de la madre patria: Los Emmys o Los Oscars. Chica de oro una vez, chica de oro siempre.

© Corporación de Medios de Andalucía, S.A. Responsable Legal: Corporación de Medios de Andalucía S.A.. C.I.F.: A78865458. Dirección: C/ Huelva 2, Polígono de ASEGRA 18210 Peligros (Granada). Email de Contacto: idealdigital@ideal.es . Tlf: 958 809 809. Datos Registrales: Registro Mercantil de Granada, folio 117, tomo 304 general, libro 204, sección 3 sociedades, inscripción 4 | Funciona gracias a WordPress