Los Santos de Eje 2012

Este 2012 rendimos homenaje a 10 artistas en el Día de todos los Santos. Son los Santo de Eje 2012: Bob Anderson, Frederica Sagor Maas, Withney Houston, David Kelly, Ray Bradbury, Juan Luis Galiardo, Sancho Gracia, Tony Scott, Carlos Larrañaga, Michael Clarke Duncan.

(Bob Anderson, La Espada de Darth Vader. 03/01/2012) Me fascinan las espadas. Eso es así desde que tengo memoria. Siempre creí que transportan cierto halo de nobleza, honor y valentía. De Justicia. Cuando era pequeño me dio por pedir una espada a los Reyes Magos. Y así estuve unos cuantos años, esperando con paciencia. Pero fue mi amigo Pepe el que me sorprendió un día con un “anda, toma y calla”. Me hubiera encantado practicar esgrima y presentarme con orgullo como espadachín profesional, a su servicio. Pero aquí me tienen… (Sigue leyendo)

(Frederica Sagor Maas, Silecios casuales. 08/01/2012) Es curioso cómo el universo se confabula para hacer coincidir fechas, recuerdos y silencios. Y les hablo de un universo paciente, capaz de esperar 111 años al momento exacto, a la despedida adecuada. A lo que debía ser. Frederica Sagor Maas pasó los mejores años de su vida escribiendo palabras que nunca serían pronunciadas. Subrayadas con música, tal vez. Pero nunca pronunciadas. Era imposible. El cine mudo era así… (Sigue leyendo)

(Withney Houston, Con la espalda al descubierto. 13/02/2012) Es difícil saber qué trascenderá. Podemos pasar la vida entera buscando entre musas y colores la firma artística que eternice nuestra voz. Pero al final, será el público el que decida la ovación. Yo tenía poco más de diez años cuando se estrenó en el cine ‘El guardaespaldas’ y la canción de Whitney Houston no pasó desapercibida. Recuerdo que el ‘I will allways love you’ (para nosotros era “aiwilolgüeislofllú”, cosa que, por cierto, se acercaba bastante al inglés real; ¿sería la primera frase que entendimos al escucharla?) sonaba constantemente en la radio. La gente compraba cintas vírgenes para grabar la canción cuando la pusieran en los 40 y luego se fotocopiaban las carátulas para poner la caja guapa… (Sigue leyendo)

(David Kelly. 15/02/2012) Nunca fui paciente. Me pueden las prisas, el aquí y el ahora. Siempre fui más como el pequeño Bastian que entró a la librería del Señor Koreander y no como el Señor Koreander que recibió paciente en su librería al pequeño Bastian. Supongo que son cosas de la edad. Y, por eso, me impresiona más descubrir la humilde paciencia de David Kelly, uno de esos entrañables ancianos del cine, maestros de héroes, insufladores de valor, imagen del abuelo. Pero, por encima de todo, un actor vocacional… (Sigue leyendo)

(Ray Bradbury, Crónicas Marcianas. 07/06/2012) De repente se hizo normal hablar de Marte. Entendí la ciencia ficción como una extensión palpable de la realidad, como un órgano latente que evoluciona paralelo a la verdad que vivimos con una verdad en la que podemos creer. No son láseres ni naves espaciales ni bichos verdes. No, al menos, solo eso: es fantasía, filosofía, ética, humanidad y arte… (Sigue leyendo)

(Juan Luis Galiardo, De los consejos que daría Galiardo. 24/06/2012) Dispuesto, pues, el corazón a llorar mi marcha, permanezca, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, Juan Luis Galiardo, que quiere aconsejarte, que los oficios y grandes nombres no son otra cosa que polvo en la arena y esto, lo que te digo, te harán parte en las estrellas… (Sigue leyendo)

(Sancho Gracia, Un último consejo. 10/08/2012) Acodado en la barra del bar, sosteniendo palabras graves que flotan con una sonrisa que se hace querer, orgulloso pretendiente de toda mujer que camine y noble hermano de armas de cualquiera que comparta un par de vasos de vino y un brindis por los errores cometidos. Sancho Gracia. En el cine español hay pocos actores con tanto carisma, con tanto talento y tanta virtud que guste pronunciar su nombre con orgullo: Sancho Gracia, maldita sea… (Sigue leyendo)

(Tony Scott, El otro Scott. 21/08/2012) Desconozco si Tony y Ridley tuvieron una infancia feliz. Supongo que sí. Me los imagino correteando juntos por el patio de su casa británica, soñando con ser soldados, astronautas, conquistadores, héroes de la arena, detectives ingeniosos, espías dedicados, intrépidos pilotos o, simplemente, vecinos casuales que un día se ven arrastrados a la aventura. Tal vez compartían lápices de colores para dibujar personajes que nacerían años más tarde. O creaban humildes teatros en el salón, a la hora del té. Sí sabemos que Tony fue, con dieciséis años, el protagonista del primer corto de Ridley, con veintitrés, ‘Boy and Bicicle’… (Sigue leyendo)

(Carlos Larrañaga. 01/09/2012) La memoria escoge su propio camino y, para mí, Carlos Larrañaga es una reflexión de un relato inolvidable que nunca sucedió más allá de la ficción televisiva. Él era Adolfo Segura, exmarido de Lourdes Cano, dueña de la farmacia de guardia más famosa de España. La serie de Antonio Mercero se acercaba a su final. Las especulaciones sobre cómo acabaría el romance entre los protagonistas merodeaba constantemente prensa y televisión. Y él, Adolfo, Carlos Larrañaga, lo resolvió sentándose con Lourdes en la rebotica, en aquella mesa blanca que tantas historias contempló, y relatando un pensamiento muy cinéfilo: (Sigue leyendo)

(Michael Clarke Duncan, Gigante Duncan. 05/09/2012) La historias de los que no importan, esas son mis historias favoritas. En 1998, Michael Clarke Duncan era una descomunal mole de piel oscura, músculos imposibles y una sonrisa robada del mismísimo gato de Chesire. Su imponente figura deslumbró a los adolescentes que tragaban palomitas y disfrutaban del fin del mundo a lomos de un meteorito pilotado por Bruce Willis. Ni Duncan ni ninguno de los jóvenes que miraba el ‘Armageddon’ de Michael Bay eran importantes. Ni siquiera hoy, catorce años después, lo son… (Sigue leyendo)

Gigante Duncan

La historias de los que no importan, esas son mis historias favoritas. En 1998, Michael Clarke Duncan era una descomunal mole de piel oscura, músculos imposibles y una sonrisa robada del mismísimo gato de Chesire. Su imponente figura deslumbró a los adolescentes que tragaban palomitas y disfrutaban del fin del mundo a lomos de un meteorito pilotado por Bruce Willis. Ni Duncan ni ninguno de los jóvenes que miraba el ‘Armageddon’ de Michael Bay eran importantes. Ni siquiera hoy, catorce años después, lo son.

¿Qué tienen los gigantes que cuando sonríen nos enternecen tanto? ¿Cómo es posible que una criatura que podría arrancarnos la cabeza de cuajo nos resulte tan entrañable? ¿Por qué su sola presencia en una película me conmueve? Puede que les parezca una barbaridad, una exageración de un niño impresionable por una constitución colosal. Pero les aseguro que no es algo físico, nada que ver con la adrenalina o la fuerza bruta. Duncan tenía algo más.

Fíjense si su historia no es importante, que llegó al cine de manera casual, después de ser guardaespaldas de Will Smith y de todo tipo de famosos, actores y músicos. Profesión que dejó después de que mataran a uno de sus empleadores, el rapero Notorius Big (¿No pueden visualizar su rostro, sus ojos, sus manos desplegadas como enormes balanzas, gritando al cielo, clamando justicia, llorando por su amigo?). Y llegó al cine para hacer lo que aparentaba que podía hacer: ser el ingenuo forzudo de la función. Como en ‘Armageddon’.

Mientras él moría rodeado de titulares, como ese actor curioso, sin importancia, que despertaba una simpatía sincera, aquellos adolescentes que comían palomitas miraban la televisión con delectación, abrumados por el talento de un actor que podría justificar su carrera por un papel, el John Coffey de ‘La Milla Verde’, que eriza cada vello del cuerpo.

Michael Clarke Duncan fue un nominado a ser alguien importante. Uno de esos grandes que serían inolvidables en la contraportada del periódico. No lo consiguió y, sin embargo, no me quito su gigantesca sonrisa de la cabeza. Descanse en paz.

 

 

Larrañaga

La memoria escoge su propio camino y, para mí, Carlos Larrañaga es una reflexión de un relato inolvidable que nunca sucedió más allá de la ficción televisiva. Él era Adolfo Segura, exmarido de Lourdes Cano, dueña de la farmacia de guardia más famosa de España. La serie de Antonio Mercero se acercaba a su final. Las especulaciones sobre cómo acabaría el romance entre los protagonistas merodeaba constantemente prensa y televisión. Y él, Adolfo, Carlos Larrañaga, lo resolvió sentándose con Lourdes en la rebotica, en aquella mesa blanca que tantas historias contempló, y relatando un pensamiento muy cinéfilo:

Verás, le dijo a Lourdes, he ido al cine. Ella, por supuesto, puso cara de circunstancia: ¿Y qué?, preguntó. He visto una película preciosa, me he reído, he llorado y me he emocionado, explicaba el truhán de la cara de póquer. Y añadió: pero estoy muy triste. La siempre bella Concha Cuetos, nuestra Lourdes, no entendía a dónde quería ir a parar el padre de sus hijos. Él la sacó de dudas: Estaba solo en la sala; reía sin nadie con quien hacer reír, lloraba sin nadie que agarrara mi mano, me emocionaba sin nadie a quien abrazar. Quiero decir, Lourdes -terminaba Adolfo-, que vivir algo sin alguien con quien compartirlo es como no vivirlo. Ver una película solo es como no haberla visto. Y yo quiero que vengas conmigo al cine. Quiero vivir la vida contigo.

Así es, al menos, como yo recuerdo la escena.

Mi generación, la de Farmacia de Guardia, le tenemos un cariño especial a Carlos Larrañaga. Fue el primer padre televisivo al que escuchamos con atención. Quizás, claro, por su constante canto a la vida, a la cerveza, a la amistad, al amor y a la fiesta.

Supongo que es tremendamente injusto recordar a un actor de su talla con un mero papel televisivo, un rol que cumplió, como el resto de su carrera, como si tuviera a su público delante: apasionado. En realidad, con Larrañaga siempre tuve la sensación de que se interpretaba a sí mismo. De que la vida, para él, era un enorme teatro que necesitaba de su personaje: un entrañable tahúr, un portentoso jugador, un actor de comisura fácil y mirada ardiente. La vida sin Carlos será como menos vivida; como menos teatro.

El otro Scott

Desconozco si Tony y Ridley tuvieron una infancia feliz. Supongo que sí. Me los imagino correteando juntos por el patio de su casa británica, soñando con ser soldados, astronautas, conquistadores, héroes de la arena, detectives ingeniosos, espías dedicados, intrépidos pilotos o, simplemente, vecinos casuales que un día se ven arrastrados a la aventura. Tal vez compartían lápices de colores para dibujar personajes que nacerían años más tarde. O creaban humildes teatros en el salón, a la hora del té. Sí sabemos que Tony fue, con dieciséis años, el protagonista del primer corto de Ridley, con veintitrés, ‘Boy and Bicicle’.

Tampoco me cabe duda de que compartían una pasión que iba muy por encima del éxito de cada uno: el cine. Pero seguro que Tony sufría en silencio cada vez que se referían a él como “el hermano de Ridley” o “el pequeño Scott”. Es un incordio que conocerán si han tenido hermanos mayores en el colegio: todos los profesores se acuerdan de ti como “el otro”. El tiempo te enseña que esas cosas no importan y que el hecho de que te relacionen con tu hermano mayor siempre será un orgullo.

Tony Scott ha muerto y parece que las palomitas lloran, que saben un poco menos. Es probable que les cueste encontrar a un sesudo crítico que les defienda su obra como lo harían con el director de ‘Gladiador’, ‘Blade Runner’ o ‘Black Hawk derribado’. Seamos francos: las películas de Tony, en general, no eran buenas películas. No eran grandes derroches de inteligencia. Pero sí eran enormes y descomunales productos de entretenimiento. Como ya dije en su momento, Tony consiguió hacer de la historia de un tren que pierde los frenos una excusa para evadirse, con gusto, durante dos horas.

Visto lo visto, entretener con dignidad es un arte que cada vez suena más a epopeya imposible. Sucede como con Jackie Chan: no será ‘el’ artista, pero sabe divertirme.

Está claro que recordaremos a Tony como el hermano pequeño, como el que se fue una mañana de agosto mientras el otro Scott lloraba desconsolado lágrimas que se mezclan en la lluvia sobre una carta que sabe a pena, lamento y títulos de crédito.

Sancho Gracia, un último consejo

Acodado en la barra del bar, sosteniendo palabras graves que flotan con una sonrisa que se hace querer, orgulloso pretendiente de toda mujer que camine y noble hermano de armas de cualquiera que comparta un par de vasos de vino y un brindis por los errores cometidos. Sancho Gracia. En el cine español hay pocos actores con tanto carisma, con tanto talento y tanta virtud que guste pronunciar su nombre con orgullo: Sancho Gracia, maldita sea.

Enrique Urbizu vio en él el blanco y negro de un personaje fascinante. De hecho, Sancho fue su primer ‘Santos’ en la sensacional ‘La Caja 507’, quizás la primera inspiración de Coronado para conjurar al protagonista de ‘No habrá paz para los malvados’. El teatro gozaba con el poderío de una voz que revolucionaba las butacas con una pasión desbordante y apasionada. Y la televisión, claro, jamás dejará de emitir las aventuras del valeroso Curro Jiménez, emblema y héroe de un país donde el corrupto ajusticia y el honrado cabalga.

Pero mi último recuerdo de Sancho Gracia, el que más repito como si fueran las palabras de mi propio abuelo, es el monólogo por el que latía el western anacrónico de Álex de la Iglesia, ‘800 balas’. ¿Lo recuerdan? Julián (Gracia), se arrodilla ante su nieto de diez años para despedirse, antes del duelo, con un consejo que olvidamos pronto y siempre se recuerda tarde: «Escúchame bien. En la vida hay momentos jodidos, pero jodidos de verdad. Muchos más de los que tú te puedes imaginar. Eso no hay Dios que te los quite. Hay que aprovechar los intervalos entre putada y putada… No divertirse cuando uno puede, es el mayor pecado del mundo».

Murió tantas veces con un revólver en la mano, declamando guiones que tornaba en poesías, que se hace injusto que sea un jodido y cobarde cáncer el que haya apretado el gatillo final. Sancho Gracia. Sancho Gracia, maldita sea, descanse en paz.

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