La espada de Darth Vader

Me fascinan las espadas. Eso es así desde que tengo memoria. Siempre creí que transportan cierto halo de nobleza, honor y valentía. De Justicia. Cuando era pequeño me dio por pedir una espada a los Reyes Magos. Y así estuve unos cuantos años, esperando con paciencia. Pero fue mi amigo Pepe el que me sorprendió un día con un “anda, toma y calla”. Me hubiera encantado practicar esgrima y presentarme con orgullo como espadachín profesional, a su servicio. Pero aquí me tienen.

Luke Skywalker y Darth Vader fueron dos de los principales culpables de mi pasión por las espadas. Cuántas veces repetiría -corriendo por el pasillo de casa o con las figuras de Hasbro- el duelo del Imperio Contraataca en el que ambos enemigos quedan enfrentados a una verdad que supera cualquier virtuosismo con el sable láser.

Bob Anderson murió el primer día de 2012, con 89 años. El bueno de Bob cayó en el más oscuro anonimato por decisión de George Lucas: “Para la historia habrá dos nombres, David Prowse y James Earl Jones, el cuerpo y la voz de Darth Vader”. Pero Mark Hamill decidió repartir justicia a mandobles durante una entrevista: “Bob Anderson fue el hombre que luchó como Vader. Se suponía que debía ser un secreto, pero le dije al director que creía que no era justo. Bob trabajó muy duro y merece ese reconocimiento. Es ridículo insistir en que el mito es fruto de un solo hombre”.

Para que conste, Anderson fue el maestro de esgrima de otras grandes historias, desde la mayoría de Errol Flynn hasta James Bond, La Princesa Prometida, La Leyenda del Zorro y, por supuesto, el Señor de los Anillos.

Y aquí estoy yo. Descubriendo el día de su muerte que Bob Anderson fue, en realidad, el coreógrafo de mis juegos infantiles. De mis sueños portando una espada, defendiendo la justicia. Equilibrando la balanza entre el bien y el mal. Touché.

Steve Jobs: Hay un amigo en mí

“Si vives cada día como si fuera el último, algún día tendrás razón”. Ése es el gran problema de los profetas: que las palabras sean verdad. Puede que, después de todo, el producto que mejor vendió Steve Jobs no fuera su iPhone ni su iPod ni su iPad, sino que fuera él mismo. A lo largo de los años, el creador de Apple ha forjado una idea sobrehumana que combinaba talento, imaginación, creatividad y vocación. Una fórmula pasional que le convirtió en el hombre más rico del planeta, “algo que nunca me importó”. 

En los últimos tiempos, muchos quisieron ver a Jobs como el Tony Stark terrenal; el Walter Bishop de esta dimensión. Es obvio que son más que conscientes de los triunfos tecnológicos del tipo de la manzana. Pero, si no les importa, me gustaría subrayar un hecho que no debe ser menospreciado: Steve Jobs, hundido y expulsado de su propia compañía, se reinventó y fundó una de las fábricas de sueños más importantes de nuestra era: Pixar.

1995 parece tan lejano y, sin embargo, es historia viva. Aquel año escuchamos a William Wallace suplicar al espectador por un corazón libre, vimos a Bruce Willis perder la partida con 12 monos y a un Amenábar prometedor sentando sus tesis. Ý también conocimos a Woody, Buzz y el resto de los juguetes de Andy: la primera película de animación hecha completamente por ordenador, ‘Toy Story’.

Pixar fue una revolución: los dibujos animados dejaron de ser parcela infantil, tanto que, diez años más tarde, su impronta llegaría a los Oscars con nominaciones a mejor guion original. ‘Monstruos S.A.’, ‘Buscando a Nemo’, ‘Los Increíbles’, ‘Wall-E’, ‘Up’… Steve Jobs supo contar su historia. Qué duda cabe. Pero, por encima de sí mismo, supo sacar el máximo rendimiento del pixelizado mundo que le rodeaba.

“Vuestro tiempo es tan limitado que no debéis gastarlo viviendo la vida de otro. Creed en vosotros. Sed vuestro mejor amigo”. ¿Recuerdan la canción?

 

"And de blu en tus ojos"

Uno de esos veranos de bicicleta por la mañana, piscina al mediodía y Nocilla para merendar, me dio por ‘cantar’ una canción de ‘Grease’. Recuerdo que una tarde mis vecinos no quisieron salir a jugar porque echaban la película de marras en la tele, “nuestra favorita”. Yo, la verdad, pese a que creía haberla visto -no guardaba nada especial de ella-, me pareció una soberana chorrada. ¿No jugar a polis y cacos por ver a cuatro memos cantando y bailando con esos flequillos tan horteras? Si todavía fuera ‘Willow’ o ‘La Historia Interminable’, pues mira.

El caso es que la frustración de una tarde de verano sin pandilla me impulsó a poner la tele y ver ‘Grease’. Creo que me dormí a medias. Sin embargo, a la mañana siguiente, no había manera de quitarme de la cabeza la cancioncica de las narices. Tema que yo, por cierto, entonaba con un inglés hecho a medida: “Aycatllú amondeplalles, and de blu en tus ojos”. Y así iba yo a todas horas, con John Travolta repicando como campanas a las doce.

Con el paso del tiempo me percaté de que es innegable la influencia de ‘Grease’ en el imaginario colectivo. Pese a que no sea santo de mi devoción, el musical es un disco que todos hemos escuchado. Incluso, puede, que se sepan alguna coreografía. Carajo, ¿quién no ha bailado el ‘and de blu en tus ojos’ en alguna boda? ¡Es un clásico!

Ayer amanecimos con la muerte de Jeff Conaway, Kenickie en ‘Grease’. Su vida en el celuloide queda casi relegada a las dos horas del dichoso filme (aunque se casó con una hermana de Olivia Newton-John; para luego divorciarse), que pese a que le dieron fama y fortuna, el actor las malinterpretó dándose a una vida repleta de excesos, drogas y alcohol.

Supongo que los actores pueden morir. Pero los personajes, de una manera u otra, nunca. Yo, por mi parte, sigo tarareando el “and de blu en tus ojos” sin haberme preocupado nunca por saber qué es lo que dice exactamente. Es más divertido así.

'Seve' en sus ojos

El sábado por la mañana, antes de llegar a la redacción, hablé con mi padre. Bueno, él habló conmigo -a esas horas no soy capaz de articular palabra-. Sus ojos tenían una expresión extraña. La carga emotiva, brillante, del que se empeña en no llorar. Se acostó tarde, escuchando la radio, y tenía un mensaje entrecortado por puntos de amargura: “Hoy. Posiblemente. Se muera el más grande. Severiano Ballesteros. El hombre que me descubrió el golf. Si pasa. Tratadlo como se merece”. Y pasó.

Tonterías de la vida moderna, cuando llegué a la redacción y vi la portada de ideal.es, lo primero que hice fue escribir en Twitter un mensaje de pésame a mi padre: “Lo siento papá, Seve ha muerto”. Un mensaje que él no iba a leer, pero que condensaba la auténtica sensación que yo tenía. La que tantos pudimos tener esa mañana.

No sigo el golf. Conozco los nombres que a veces suenan en la tele y, la verdad, tampoco me llama la atención como deporte para practicar. Tampoco vi nunca una victoria de Seve ni perdí horas de sueño para ver el partido que coronaría a Europa sobre Estados Unidos. Y, sin embargo, les juro que sentí la pérdida. Puede que por la bravura con la que desafío al malnacido cáncer de los cojones, por su tremendo carisma o porque encarna una de esas historias maravillosas con protagonistas humildes que alcanzan la más grande de las cimas.

O, quizás, fue por la pasión. No me quito de la cabeza el monólogo del genial Guillermo Francella en ‘El Secreto de sus Ojos’ (Juan José Campanella, 2009): “Las pasiones, amigo. Las pasiones nos definen para bien y para mal”, decía para descubrir la importancia del fútbol en el caso. La pasión de Seve contagió a mi padre. La pasión de mi padre me contagió a mí. ¿Qué no hará la pasión de millones de personas en todo el mundo? No nos definen las aficiones; somos golpes de pasión.

María Isbert, esa sonrisa

No sé dónde reside el éxito. Para unos está en conseguir que recuerden tu nombre, que esté grabado en letras de oro en algún importante galardón o en una baldosa con solera. Sin embargo, creo que a veces el triunfo es un sentimiento del que no somos conscientes. María Isbert, por ejemplo, alcanzó todo tipo de metas profesionales: premios, reconocimientos, fama, respeto. Pero, sin duda, su gran hazaña es que al mirar su foto sientas una extraña cercanía. Una cara reconfortante. Esa sonrisa de abuela.

Sería injusto pasar por alto el descomunal talento que derrochó por platós y escenarios. Ayer, los periódicos de toda España la reconocieron como ‘la eterna secundaria’. No puedo estar más de acuerdo. El error está en considerarla una actriz menor.

‘¡Cómo está el servicio!’, ‘La tonta del bote’, ‘Operación Mata-Hari’, ‘Hay que educar a papá’, ‘Una chica casi decente’, ‘La guerra de papá’, ‘El bosque animado’, ‘Amanece que no es poco’ -me fascina esta película-, ‘La gran aventura de Mortadelo y Filemón’, ‘Semen, una historia de amor’ y hasta 250 más.

Su última película, en 2005, encierra en su título un magistral epílogo a lo que ella ha sido para el cine español: ‘Envejece conmigo’. Es imposible no mirar su cara, arrugada por la vida, y recorrer los surcos de una vida en piel ajena. Imposible no recordar una tarde sentado al brasero mientras nos hacía reír. Imposible no despedirse con la extraña sensación de que se va una cara conocida, esa sonrisa de abuela.

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