John Barry

Primero me enseñó a andar. A andar con estilo. Pese a mi corta edad era capaz de repetir, nota a nota, la melodía de ‘Howard, un nuevo héroe’ en el Casio rojo -¿quién no tuvo uno de esos órganos?- Me pasé semanas imitando los pasos chulescos y torpes del pato, aunque el resto del mundo creyera que era un vaquero del oeste que había cabalgado demasiado.

Años más tarde, me enseñó a volar. Descubrí el sonido exacto del viento, el poder supremo de danzar entre las nubes y sentirse dueño de la tierra. Mientras Robert Redford pilotaba la avioneta, el susurro de los violines y la arrebatadora calma de las flautas conquistaban la tierra más fértil del planeta en un paseo por las ‘Memorias de África’. Un canto al romanticismo más literario, a la plenitud del ser humano y a la virtud melódica de planear, libre, sobre un mundo capado por los grilletes. La primera vez que me subí a un avión, apelmazado contra la ventanilla, entendí que aquella música no era casualidad. Ni inspiración. Era una historia en sí misma.

Pero, sobre todo, me enseñó a otear. Otear es un arte: estepa, montaña, ciudad, abismo, desierto o bosque; no importa el lugar. Lo importante es alzar una pierna sobre el terreno y utilizar una mano como visera para encontrar, allá donde estés, la belleza más pura. Y, mientras que arrasas el horizonte con la mirada, buscando la próxima aventura, regodearte en cada detalle con parsimonia, como cuando John Dunbar abrió los ojos por primera vez a un mundo que, hasta entonces, había odiado. Un mundo que le cambiaría por completo, incluso el nombre: ‘Bailando con lobos’.

La música de John Barry es un prodigio de sensaciones. Una inmortal concatenación de experiencias que se repiten inexorablemente, como el agua que cae al girar el molino. Estimado caballero inglés, no fue su talento ni su constancia ni sus méritos alcanzados, fue el espíritu. La vida que inunda cada emoción contenida en una única nota de metal.

Es un buen día para desempolvar el Casio rojo. Hay cosas que no se olvidan.

Paco Maestre

El problema de ser “un secundario de lujo” es que el día que te mueres tu cara le suena a todo el mundo pero nadie te pone nombre. Paco Maestre es un actor envidiado por dos razones: sus buenos trabajos en cine y televisión, y por haber conseguido vivir del oficio sin necesidad de pasar por alfombras rojas ni cotilleos sangrantes.

Paco fue, a todas luces, un tipo raro. Un mutante. Una tara entre cientos de artistas cortados por el mismo patrón. Y perder algo tan original es una lástima. Muchos le recordarán por su papel en ‘Amar en tiempos revueltos’ -esa serie que todo el mundo ve en Internet porque coincide con Tonterías las Justas, Sálvame y Sé lo que hicísteis-. A mí, sin embargo, me ha venido a la cabeza su papel en ‘el abuelo’ en ‘Acción Mutante’, de Álex de la Iglesia. Cinta en la que Antonio Resines se calza una arenga de aúpa que hoy, a modo de plegaría, se la dedicamos a Paco Maestre:

Antonio Resines (AR): ¿Pero quién creéis que sois? ¿Habéis olvidado las tres grandes preguntas? ¿Qué erais cuando os encontré?

Mutantes (M): ¡Éramos basura, desecho de hospital!

AR: ¿Quién os sacó del arroyo y os hizo lo que sois?

M: ¡Tú Ramón!

AR: ¿Qué sois ahora?

M: ¡Mutantes, mutantes, mutantes!

AR: Somos soldados del ejército mutante y vamos a ganar la guerra. LA sociedad nos trató como mierda y ahora les vamos a dar por el culo. El mundo está dominado por niños bonitos, por hijos de papá. ¡Dios… Basta ya de mierdas light! Basta ya de colonias, de anuncios de coches, de aguas minerales. ¡No queremos oler bien, no queremos adelgazar!

M: ¡No!

AR: Sólo quedamos nosotros, amigos míos: todo el mundo es tonto o moderno.

M: ¡Sí!

AR: Somos mutantes, no pijos de playa ni maricones de diseño

M: ¡Bien!

AR: Y ahora vamos a enseñar a esos mierdas lo que es terrorismo.

El sueño de Pete Postlethwaite

El rostro de Pete era uno de esos carismas curtidos con el tiempo. Un vino añejo que ganó sabor, textura y empaque con cada fotograma rodado. Esas facciones tan abultadas, casi perfiladas con un basto cincel, se tornaban en odio y alegría al son de unas cejas repletas de matices. Sin duda, uno de los pocos actores que supo encontrar el romanticismo en la palabrota y la expresión en un “joder”.

La muerte de Pete Postlethwaite es otra de esas maravillosas historias de perdedores que terminaron ganando. Protagonista en segunda fila, sus trabajos nunca dejaron indiferente. Desde aquel monje de ‘Dragonheart’ que cantaba las hazañas del valiente Bowen, hasta su interpretación más reputada en ‘En el nombre del Padre’, el bueno de Pete siempre cayó en gracia. Este ‘Sospechoso Habitual’, paradigma del Umberto Eco buscador de la fealdad, terminó su carrera como mafioso de barrio en la más que excelente ‘The Town: ciudad de ladrones’, en la que Ben Affleck tuvo el atino de sacar su faceta más elaborada: el cabrón con pintas. Que lo borda.

Dentro de unos meses, en el Kodak Theatre, después de un emocionante vídeo de varios minutos de duración, la fotografía de Postlethwaite arrancará -junto a la de otros tantos que nos dejaron este año- una ovación unánime de los ‘auténticos’ protagonistas de Hollywood. Probablemente, muchos de esos niñatos consentidos mirarán con orgullo a la pantalla y dirán “yo trabajé con él” o “era todo un actor”, con el falso orgullo del que se sabe mejor, más exitoso y triunfador.

Postlethwaite no fue un ídolo de masas. Quizás, incluso, sea la primera vez que intenten recordar su apellido. Pero fue un profesional. Un actor de carrera y vocación, de los que buscan el gesto en el espectador y no la gracia en el bulto. Spielberg lo calificó, después de ‘Parque Jurásico: El Mundo Perdido’, como “el mejor actor del mundo”. No sé si exageraba o hacia marketing -posiblemente ambas-, pero es cierto que hoy, a todos los amantes del cine, nos gustaría estar viviendo un profundo sueño al son de una peonza que gira y gira sin parar, mientras que Maurice Fisher nos induce una idea de inmortalidad.

…Sueña la Alhambra

Siempre fui un ignorante en potencia. Recuerdo que unos compañeros de clase, en la facultad, me invitaron a pasarme por el rodaje de un documental en el que ellos participaban, en la Alhambra. Me negué en redondo. “¿Flamenco?”, dije. “No hay quien soporte el flamenco, las palmas y todo la parafernalia esa que tienen montada alrededor de algo que cualquiera puede hacer. ¡Son gritos!” Como suele pasar en las comedias baratas, terminé yendo.

Es fascinante ver la cantidad de gente que trabaja en una película. Aquella tarde habría un centenar de almas errantes que bailaban -perfectamente organizadas- de un lado a otro. Los pómulos de la Alhambra, ensalzados con varios focos, y unos jardines maquillados para la ocasión, creaban un ambiente tan misterioso como romántico. Una especie de hechizo atemporal en el que ver las entrañas de un motor de leyendas: el cine.

Sin embargo, la rapidez del proyector no tiene nada que ver con los ritmos de la artesanía. Los rodajes son lentos y meticulosos. Y, si no tienes nada que hacer, los pies se hacen pesados. Tras una larga espera, un tipo melenudo sale a escena y se sienta en una silla. Viste un traje elegante, con los puños remangados. Su presencia silencia, por completo, lo que hasta entonces era un hervidero de ideas. Con una sonrisa enorme da por saludados a los presentes y se pone a charlar con el director.

Ni idea de quién era. Pero, como por todos es bien sabido, es mejor parecer tonto a abrir la boca y confirmarlo. Así que procuré, con malas artes, sacar el nombre del fulano: “No le había reconocido con ese traje, ¿tú?”, “¿cuándo fue la última vez que le visteis?, ¿cómo se llama la película?”… Justo cuando uno de los presentes me iba a contestar a la última pregunta, un grito me heló la sangre. Nunca un sonido humano me había conmocionado tanto: esa pasión acelerada, el alma inesperada, la voz quebrada. La vida en un escandaloso suspiro de arte. “Morente sueña la Alhambra”, dijo mi amigo.

Palle Huld

La mañana de aquel martes de 1928 no presagiaba ninguna aventura para el quinceañero Palle Huld. El desayuno estaba dispuesto en un estricto orden danés: un vaso de leche, cereales enfrascados, bollería suntuosa y el caldo aromático del señor Huld -su padre no soportaba el café-. Guiado por la costumbre, Palle se sentó en la silla de fieltro y abrió el periódico para husmear en las tragedias de otros. Y en sus aventuras, claro.

Cuando el primer sorbo de leche cruzaba la garganta de Palle, una fuerza sobrehumana impulsó el líquido fuera de su cuerpo, convirtiendo al zagal en un aspersor viviente. Sus brazos adoptaron la misma posición que su carismático flequillo pelirrojo, mientras que la mirada viajaba, desencajada, por unos horizontes que nadie podría esperar: “Papá. Me voy”.

El té de hierbas del señor Huld se enfrío. “¡Rayos y centellas!”, gritó. Qué padre podría beber tranquilo después de enterarse de que su hijo había ganado un viaje alrededor del mundo, durante 44 días, para conmemorar el centenario del nacimiento de Julio Verne. El tiempo voló como una página de cómic en unas manos intrigadas. El joven viajó por Estados Unidos, Japón, Alemania y Siberia. Y, cuando regresó a Copenhague fue recibido por 20.000 personas. Como un héroe.

Palle, cuando recobró el equilibrio, escribió un libro en el que narraba sus apasionantes descubrimientos -imaginen el mundo sin Internet-. Quizás, todas aquellas maravillosas experiencias contenidas en 44 días le motivaron a vivir en otras pieles. El caso es que Huld Palle se hizo actor, un trabajo con el que vivió el resto de sus días, hasta el 26 de noviembre de 2010, fecha de su muerte.

No obstante, muchos años atrás, Georges Prosper Remi, después de leer el libro de Huld, dibujó a un joven periodista llamado a disfrutar de las mieles de la eternidad. Al artista lo recordarán por su pseudónimo, Hergé.

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