Irvin Keshner

George Lucas, cuando eligió a Irvin Keshner para dirigir ‘El imperio contraataca’, dijo: “Le he escogido porque sabe todo lo que un director de Hollywood se supone que sabe… pero no es Hollywood”. Keshner era -y siempre fue- un director de segunda línea. No por su talento, sino porque su nombre nunca sonó entre las todopoderosas estrellas del celuloide.

La muerte de Irven Keshner provocó una pregunta muy repetida en todo el mundo: “¿quién?” A lo que otros contestaban: “el director de ‘El imperio contraataca’”. Y entonces llegaba la otra cara. La trascendente.

Los personajes secundarios siempre sufren en vida. Los guiones se escriben para los que anhelan el protagonismo, lo merezcan o no. Lo curioso del asunto es que Keshner, en un principio, no quiso dirigir la quinta parte de ‘La Guerra de las Galaxias’. Pero la presión de sus productores -y la importante cantidad de dinero y fama que podía ahorrar- terminó por traer la firma del artista.

Keshner, finalmente, se ilusionó con el proyecto. Tras las primeras lecturas del guión, descubrió que podría hacer mucho más que una cinta de ciencia ficción. Que tenía la oportunidad de jugar con unos personajes que ganaban en profundidad, en oscurantismo y en carisma. “Cuando termine de ver la película no habrá nadie en la sala que no se muera de ganas por ver el final”, dijo.

Objetivamente, ‘El imperio contraataca’ es la mejor entrega de la saga y, además, entra en la mayoría de las listas de las 10 mejores películas de la historia. ¿Por qué? Porque, al contrario que tantos otros episodios, se buscó la épica y no la cartera. “Lo sabía todo de Hollywood, pero no era Holywood…” Qué pena, George. Qué pena.

Frank Drebin

La primera vez que lo vi no entendía los chistes, pero me hacía gracia igual. Ya entonces creí que era un viejo muy simpático. No sabía si era la irónica combinación de canas, símbolo de sabiduría, con ese rostro tan expresivo, gesto del niño que lo ve todo por primera vez. Pero Leslie Nielsen siempre fue un grande. Y, desde el primer minuto, me embaucó.

Leer que Leslie Nielsen ha muerto ha sido como recibir un puñetazo en el estómago de tu mejor amigo. Quiero decir, todo el mundo tiene que morir, pero esto no me lo podía esperar. Para mi generación fue siempre ‘un viejo’ (desde el mayor de los cariños y del respeto), así que no debe extrañarles si confiábamos en que Leslie estaba en posesión del secreto de la vida eterna.

Pudo presumir de ser el actor que elevó la chorrada a la categoría de genialidad. Estoy convencido de que su magia residía en que mientras que su cuerpo y su expresión se mantenían serenos, crudos incluso, por su boca desfilaban perlas como esta: “Confiaba en ella, me dejé llevar por el corazón como un imbécil. Tenía que aprender a olvidar… por ese cogí las vacaciones en Beirut, para olvidarla, para descansar en paz”.

Conforme leía que había muerto de una triste neumonía me vino a la cabeza la escena en la que un hospitalizado Edward Bloom, el protagonista de Big Fish, le decía a su hijo que le contase la historia real de cómo se iba. Hoy seré yo el que les narre, en palabras de Frank Drebin (‘Agárralo como puedas’), cómo se fue Leslie Nielsen: “Un paracaídas que no se abre, quedar atrapado en el engranaje de una máquina, que un lapón te muerda en los huevos. Así es como yo quisiera morir”.

No hay nada mejor que despedir a alguien con una carcajada.

La primera vez, Berlanga

Tenía la tarde tonta. Lo que es más que justificable si constatamos el hecho de que debería rondar los 7 u 8 años. Con esas edad los niños son como pequeños Gremlins, con la salvedad de que nadie conoce todas sus reglas. Ni sus consecuencias. Aquella sobremesa, por ejemplo, me había colado en la despensa, después de comer, para sisar una buena onza de turrón de chocolate. Eso provocó que mi cerebro se volviera majareta con el azúcar y que, al mismo tiempo, no pudiera dejar de tararear la canción de Barrio Sésamo (parece que hay un estudio científico que explica la relación entre los dos hitos, se conoce como ‘el fenómeno Suchard-Sésamo).

Mientras que mis padres se echaban la siesta con la televisión puesta, yo no podía parar. Pasillo arriba, pasillo abajo. Pasillo arriba, pasillo abajo. Una y otra vez. Primero corría con un muñeco de Superman y luego imaginaba que yo era Superman -la clave estaba en ponerse los calcetines por encima del pantalón-. Sin olvidar a Espinete y compañía, claro.

Llegado el momento me infiltré en el salón reptando por el suelo, para que no me vieran mis padres. Me colaba detrás de los sillones e iba pasando de uno a otro sin parar. El objetivo era rodear la habitación para volver a salir por la puerta sin ser visto. Estaba apunto de conseguirlo cuando, era inevitable, me volvió la musiquilla de Barrio Sésamo. Me preguntaron que qué hacía, que por qué no me estaba quietecito y dejaba descansar. Que por qué no me sentaba y veía la película, que me iba a gustar.

Aún dudo si ellos sabían qué película estaban poniendo en TVE o simplemente apostaron por embobarme delante de la caja tonta. Funcionó. Me senté en primera fila y atendí a las palabras de aquellos abueletes en blanco y negro. Todo sea dicho, no me enteré de nada. Pero cuando acabó la cinta no quedaba ni rastro de Barrio Sésamo en mi cabeza. Me había convertido en una suerte de pequeño ruiseñor que cantaba una y otra vez, para goce de la familia: “Americanos, os recibimos con alegría”.

Manuel Alexandre

Lo mágico de ser niño es que hay minutos que se recuerdan como horas. Días que son meses. Y vacaciones que fueron una vida plena. Minuto: he mordido la plastilina y me ha gustado. Día: es la primera vez que nieva; nos hemos subido a la terraza a tirarnos bolas y luego hemos bajado a hibernar en el brasero. Vacaciones: he aprendido a montar en bici.

Ese poder tan indestructible de magnificar el detalle, con el tiempo, se pierde. Necesitamos mucho más para hacer una muesca en el fusil. Una pena. Con las películas pasa igual. Como decía mi profesor de Naturales, Don Nicolás, de pequeños somos una especie de esponja que se empapa de todo lo que le rodea y adquiere una perspectiva de la que nunca se librará. Le cogimos un cariño impertérrito a Atreyu y su ‘Historia Interminable’, a Íñigo – “tú mataste a mi padre, prepárate para morir”- Montoya y su ‘Pricesa Prometida’ o al intrépido Madmartigan, primera espada del bueno de ‘Willow’.

Cada uno de esos personajes, de una manera u otra, forman parte de mí. Y hoy, muy especialmente, Manuel Alexandre. Es cierto que es uno de los clásicos del cine español. Que su currículum es asombroso y su talento ensordecedor. Que fue capaz de hacernos reír y llorar con suma facilidad. Que su voz, sibilina y musical, suena a nana de varias generaciones. Que sus ojos, entornados por el extremo, caídos en un gesto de generosidad, nos mostraron mucho Cine. Que aquél discurso de los Goya, donde dijo “si alguna vez les hice sentir, les hice reír, puedo morir en paz”, es un escalofrío que recorre la espalda. Pero para mí, por siempre, será Don Matías. El maestro que estuvo en ‘La Primera Guerra de los Niños’ y al que Parchís le dedicó aquello de “Queremos a Don Martías, por ser un gran profesor, no entiende de finanzas, más tiene un buen corazón”.

Con todo esto quiero decir que pudo ser uno de los grandes actores de España, de esos ladrones que iban a la oficina. Pero a mi hoy me sabe todo a plastilina. A una tarde en el brasero. A un precioso paseo en bici.

Canto a la vida y a la muerte

Imagine que, un 9 de octubre cualquiera, no hay lágrimas que se pierden en el tiempo, como gotas en la lluvia. Que no hay chasquidos infernales que paran el corazón de una esposa y de cuatro hijos. Y de tantos otros millones de almas. Imagine a todo el mundo dispuesto a dar lo mejor de sí, a no dejarse amedrentar por los gatillos ni las bombas que silencian las voluntades. Imagine que al otro lado de la puerta no hubiera ningún pistolero cegado por unos ideales incomprensibles. “Imagine que no hay países, nadie por quien matar o morir”.

Pueden pensar que soy un soñador. Pero, me consta, no soy el único. Somos muchos los que creemos que la muerte no es posible si no cae en el olvido. Que la vida de otros puede ser huella en la historia, incluso cuando su último suspiro fuera un llanto forzado. Un asesinato. Espero que algún día tú también veas la inspiración que un hombre bueno puede provocar; que te unas a nosotros, a nuestra revolución.

Imagine, por un momento, que Luis Portero no fue una víctima más. Que cuando la película de su vida pasó por delante de sus ojos, el cobarde que forzó las agujas, por la espalda, no robó ningún triunfo ni victoria. Intente imaginar el momento exacto tal y como fue: un héroe que en los minutos finales del metraje, tras un monólogo de “justicia, paz y libertad” sobre una banda sonora que eriza todos los pelos del cuerpo, valiente, se convierte en un mártir inolvidable. Un cuerpo cae. Una idea intransigente muere. Otra, tan intransigente como bella, se hace eterna.

Desconozco si el 8 de diciembre de 1980 Portero lanzó su propia oración por la muerte de John Lennon. Si escuchó, en su memoria, alguna de las canciones que Los Beatles convirtieron en el pulso de un planeta que nunca deja de tararearles, ‘Across the Universe’. Pero hoy no puedo dejar de imaginarles a los dos pendientes del cambio que predicaron. Unidos por una efeméride caprichosa y frustrante. Expectantes, por los siglos de los siglos, de un futuro soñado, de un ‘Yesterday’ imperecedero.

El 9 de octubre de 1940 nació John Lennon. El 9 de octubre del 2000 murió Luis Portero.

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