La ironía tiene cierta poesía. Una poesía sarcástica, oscura y retorcida. Pero poesía, a fin de cuentas. Algo de esa poesía futurista que alegaba un amor supremo por las máquinas y la tecnología. “Afirmamos -manifestó Marinetti en 1908- que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”.
Dudo que Paul Walker recitara verso alguno en sus últimos suspiros, en el asiento del copiloto de su Porsche Carrera. Pero -tal vez sin querer- sí sé que vivió toda su vida como un emblema del amor por la velocidad, el motor y los coches de carreras con alientos explosivos. No comparto ese amor y, sin embargo, no me cuesta nada ver la poesía. Una especie de conexión atemporal que, con perspectiva, parece escrita por un guionista en busca del desenlace.
Paul Walker ha sido durante los últimos 13 años una ‘futura promesa’. Desde que Rob Cohen le diera una oportunidad en ‘The Skulls’ (2000), el guapo Walker ha entrado en todo tipo de listas: el más sexy, el mejor pelo, la mejor sonrisa, la estrella del mañana… Aunque lo cierto es que sólo consiguió protagonistas menores en películas menores que difícilmente serán recordadas. Excepto los coches.
Ayer, leyendo la noticia de su muerte, alguien preguntó quién era. No se me ocurre un final más triste para un artista de supuesta fama mundial. Yo respondí que era el protagonista de la saga ‘A todo gas’. “¿La de los coches?” Sí, dije, la de los coches.
Ni siquiera pilotaba su porsche. Él, líder de una saga cuyo lema es ‘Conduce o Muere’. Él, que deja huérfanos a ‘sus hermanos’ de ‘A todo gas 7’, Vin Diesel, Dwayne Johnson, Ludacris y Tyrese; y a James Wan, el director que le adoraba. Él, que no sobrevivió a su propia película. Él, Paul Walker, un aspirante a Hollywood que murió, sin saberlo, en un acto de futurismo total: por una belleza más grande que la Victoria de Samotracia.