Entre ‘The Host’ y ’50 sombras de Grey’

El Señor Hidalgo presenció hace unos días un episodio que calificó de «dramático, trágico y revelador». El ilustre caballero de la sinceridad escuchó a un grupo de jóvenes decir que iban a ver ‘The Host’, lo nuevo de Stephenie Meyer, autora de ‘Crepúsculo’ (la calificada –por otros, conste– como la peor saga de los últimos años, sin quitarle mérito al hecho de que han extendido durante cuatro películas lo que cabía en medio guión). Pero eso no es lo peor, dice, lo grave es la pequeña línea de diálogo que cerró la escena y tambaleó los cimientos de su raciocinio: «Lo malo es que la siguiente es ‘50 sombras de Grey’. Y queda mucho».

Tres puntos analiza el Señor Hidalgo: Uno. Existe una generación que acepta, de buen grado, que ‘Crepúsculo’, ‘The Host’ y ‘50 sombras de Grey’ son parte de un mismo epígrafe. Dos. El Señor Hidalgo también lo acepta. Tres. Se mueren de ganas de ver ‘50 sombras de Grey’ por las mismas razones que tuvieron con ‘Crepúsculo’ y ahora con ‘The Host’.

Conforme el Señor Hidalgo me contaba, dolido, la escena de marras, recordé la fantástica discusión entre Josh Radnor y Elizabeth Olsen en ‘Amor y Letras’. Josh le preguntaba «por qué lees ‘Crepúsculo’» y Elizabeth respondía «no sé, por qué no». Él insistía y subrayaba que el tiempo es demasiado precioso como para perderlo con textos tan vacuos. Ella, ofendida, le recriminaba que era un ‘snob’ por creer que sus ideas valían más que las de millones de lectores. Josh zanjaba con una frase, más o menos así: «Pero ése es el problema de la sociedad, apostamos por la nada».

Y yo, al igual que el Señor Hidalgo y Josh Radnor, tengo que sumarme a esta corriente crítica que, más allá de un mero –y válido, por supuesto– entretenimiento, ve una tendencia alarmante: contenidos sin rebeldía, sin vocación, sin chispa, sin motivaciones, sin fondo ni trasfondo, sin letras, sin alma. Y con mucho marketing.

Amor y letras

No se puede ser valiente sin pasar miedo. Y nadie tiene miedo de un vampiro fisgón o de un ogro de tres cabezas. Porque no existen. Tememos la soledad, el fracaso, la frustración, el destierro, la impotencia. La vida. Nos anclamos con fuerza a una página, aterrorizados por lo que traerá, inevitablemente, la siguiente. Y así una y otra vez, valientes y cobardes, en un ciclo interminable de capítulos de una misma novela. La nuestra.

Josh Radnor (‘Cómo conocí a vuestra madre’, ‘HappyThankYouMorePlease’) escarba en ‘Amor y letras’ para reencontrarse con el Josh Radnor que dejó en la Universidad. Su segunda película dibuja un lugar común por el que todos hemos pasado: la promesa del éxito. Ese momento en el que fuimos una suerte de gato de Schrödinger que se abría paso a machetazos por cientos de caminos selváticos.

Jesse Fisher (Radnor) es un orientador profesional afincado en Nueva York que pasa más tiempo rodeado de libros que de personas. Uno de sus antiguos profesores de la Universidad le invita a asistir a su fiesta de jubilación, un hito que revolucionará sus expectativas al recordar, junto a la bella y joven estudiante Zibby (Elizabeth Olsen), la vocación que atesoraba cuando leyó la ‘Broma Infinita’ de David Foster Wallace, quince años atrás.

Es imposible ver ‘Amor y letras’ y no invocar, constantemente, a Ted Mosby. El personaje de Fisher funciona como un clon en un universo paralelo del protagonista de la famosa comedia. Quizás con un exceso de ñoñería, Radnor consagra su capacidad para empatizar con la generación mejor preparada -y peor consagrada- de la historia moderna, gracias a un humilde ejercicio de introspección (también ayuda su crítica a la saga ‘Crepúsculo’ y la maravillosa reflexión sobre los libros y las películas que están desgastando a la humanidad y consumiendo nuestro valioso tiempo).

Disfruten de sus miedos, que ya vendrá el valor.