Objetivo: La Casa Blanca

¿Creen que conciliar su vida laboral y familiar es complicado porque les coincide la hora de recoger al niño de la guardería con una importante reunión semanal, la firma de unos papeles bancarios y la compra del regalo del veinticinco aniversario de su matrimonio? ¡Ja! Si fueran presidentes de los Estados Unidos de América sabrían lo que es bueno: ¡madruga para salir a correr, lleva al niño al partido de béisbol, realiza un apasionado coito con la primera dama –con la correspondiente bandera de barras y estrellas de fondo–, entabla buenas relaciones con los diplomáticos coreanos, evita una guerra nuclear, soporta la invasión de un ejército paramilitar en la Casa Blanca, sufre las torturas propias de un soldado hipermusculado, observa los sesos de los compañeros de partido esparcidos por el despacho oval, vuela unos metros por la onda expansiva de una bomba, huye de los afilados cristales que caen por culpa del helicóptero que acaba de derruirse frente a Chowy, el perro labrador que pasea a sus anchas por los jardines de Washington, canta el himno nacional y escupe en la cara de un tipo muy perverso mientras dices una frase memorable del tipo «no en mi país», y entonces hablamos!

(Cualquier parecido del párrafo anterior con la película ‘Objetivo: La Casa Blanca’ es pura casualidad. O no).

Al cineasta Antoine Fuqua (‘El Rey Arturo’, ‘Training Day’), le gusta darle al espectador lo que busca. Y ‘Objetivo: La Casa Blanca’ es una nítida, transparente y cristalina mezcla de las cosas que molan hoy. A saber: una dosis de la infiltración y el patriotismo sostenible de ‘Homeland’, la constante sensación de que estás jugando al ‘Call of Duty’ y una pizca de la mala baba claustrofóbica que no supo encontrar ‘La Jungla de Cristal 5’. ¿Resultado? ¿Bueno? No. ¿Malo? A ver, ¿qué entendemos por malo? ¿Previsible, típica y cutre en su americanismo? Vale, pues es mala. Claro que, ¿entretenimiento tonto, básico y de fácil digestión? Pues también, oye.

Que no hay mucho que pensar: Gerard Butler, el protagonista de ‘300’, repartiendo estopa a lo Jack Bauer. Y sale Morgan Freeman tomando decisiones. Ya está, no hay más. Que no hay engaño posible.

Los amos de Brooklyn

‘Los amos de Brooklyn’ empieza como un capítulo de ‘The Wire’. Un diálogo repleto de matices callejeros, de ‘fucks’ metódicos y de tráfico de influencias que procuran un clima perfecto para que el primer balazo nos pille por sorpresa. A partir de ahí, la película de Antoine Fuqua (‘Training Day’, ‘El Rey Arturo’) se convierte en un oscuro ensayo sobre la desesperación en las calles del barrio neoyorquino.

Ethan Hawke es un policía antidroga que asesina a un traficante para llevarse su dinero. Richard Gere patrulla la calle 65 con la agonía del que odia su trabajo. Y Don Cheadle es un agente doble infiltrado en una banda de narcos liderada por Wesley Snipes. Las tres historias marchan independientes a lo largo de todo el metraje para encontrarse únicamente al final, lo que nos regala un tríptico muy amplio de las perversiones, la corrupción y la pólvora que apesta las calles de Brooklyn.

La angustia de Hawke, la derrota de Gere y la tensión de Cheadle son, sin duda, el eje de una película que, de no ser por ellos, caería en un saco repleto de lugares comunes. Y pese a que Fuqua se mueve con comodidad en el género, da la sensación de que se empeña en hacernos creer que la película repite el éxito de ‘Training Day’ más que en conseguir el propio éxito. El ritmo pausado, tenso, favorece las interpretaciones pero no el desarrollo de una historia que se pierde en las mismas sombras que acechan a los protagonistas.

En cualquier caso, los amantes de las series policíacas, con extra de suciedad, que apelan a los cinco sentidos, no se defraudarán con el relato de ‘Los amos de Brooklyn’. Además, ver a Wesley Snipes en un papel dramático que, además, borda, produce una extraña sensación de confort. Y si, después de todo, ¿el bueno de Blade era un artista del método?

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