Existe un reino que se forjó en el verano de su infancia. Eran cuatro recias ramas de una higuera que soportaba el peso de tres amigos que compartían tesoros en cajas de cartón. Eran las maderas clavadas al suelo, bajo un sol que clamaba piscina, cubiertas por una lona y protegidas por un letrero escrito a mano: “Prohibido pasar”. Eran las telas cruzadas donde los secretos adquirían el valor de una vida y los besos, inocentes y eléctricos, exploraban un prometedor mapa de aventuras. Un paraíso incomprensible a los ojos del extraño pero inolvidable para sus inquilinos, grabado entre la córnea y el iris como un filtro por el que los días futuros tendrían que batirse en duelo.
Al recordar ese reino habrán saboreado las moras que capturaban en el paseo en bicicleta y notado entre sus calcetines los abrojos amarillos que escalaban por su pierna y se infiltraban, con una habilidad insólita, hasta la punta de sus pies. Notarán el agua fría del río que calma sus tobillos y la orilla del mar que se despide con caricias saladas. Inspirarán el aroma del huerto, de la vereda, de la cima y del pueblo. Y escucharán las voces originales que le suplican un minuto más de salvajismo.
Allí, todos reunidos, cada miembro, cada amigo, cada hermano, estaba en la obligación de poner su habilidad, ese poder único que le definía y le ubicaba en el mundo, al servicio del reino: el chico fuerte transportaba las piedras pesadas, el listo dibujaba el plan de ataque, ella ponía la música y ellos cazaban entre la maleza una anécdota que mereciera una hoguera y una bolsa de chucherías de colores imposibles.
Y todos, instrumentos de una compleja orquesta, formaban parte de una coreografía perfecta de risas, gritos, peleas y fantasías geniales que el tiempo, la historia y los años se encargarían de transformar en leyendas inigualables.
Aquel reino tenía un nombre. Pudo ser ‘Nunca Jamás’, ‘La isla de Ralph’ (el poseedor de la caracola) o, tal vez, ‘Moonrise Kingdom’.