Un amigo para Frank (Robot & Frank)

Una vez le hablé a un dinosaurio de plástico que me encontré por la calle. Estaba solo en casa, sentado en el sillón y le dije algo. No recuerdo qué fue exactamente. Puede que «hola» o «qué pasa». Luego pensé que había sido algo ridículo, que era una tontería charlar con alguien que no te puede contestar. Así que me levanté con un «si te vas a poner así, ahí te quedas» y me fui a la cocina, a por una galletas. Más tarde me sentí culpable y le pedí perdón. Así son las cosas. Literalmente.

‘Un amigo para Frank’ es la primera película de Jake Schreier. Una entrañable fábula de ciencia-ficción situada en un futuro cercano en la que los robots cumplen funciones ordinarias: encargados de tiendas, repartidores o mayordomos, por ejemplo. Frank (Frank Langella) tiene ochenta años y vive solo, alejado de sus hijos (James Marsden y Liv Tyler) y de su exmujer, en un humilde pueblo estadounidense. Preocupado por él, su familia le regala un Robot para que le ayude a ordenar su vida. Pese a la reticencia inicial, Frank y Robot inician una peculiar amistad con la que el anciano recuperará su antiguo trabajo y su más sincera vocación: ladrón.

Schereier establece, a través del amor por los libros, un paralelismo fantástico entre Frank y Robot y Don Quijote y Sancho Panza. Los protagonistas de ‘Un amigo para Frank’, al igual que el ilustre caballero y el sensato escudero, luchan contra gigantes disfrazados de molinos. Frank, armado de una locura enfermiza, convierte las cosas que le rodean en seres vivos, animados y repletos de alma por una razón: fidelidad. No puedes negar lo que eres.

El film se engloba en una ciencia-ficción ‘indie’ (similar a la que vimos en la genial ‘Seguridad no garantizada’ de Colin Trevorrow; aunque también podría ser un capítulo de ‘Black Mirror’), utilizada como excusa para hablar de lo que nos hace humanos . Una película sencilla, rica en matices, y de visionado agradable. Noventa cautivadores minutos en los que Langella luce un trabajo interpretativo sensacional. Noventa minutos que explican a la perfección por qué hablar con una cosa –un robot, un dinosaurio– esconde un fin mayor: las aventuras no se escriben para un solo héroe.

Black Mirror para la generación Twitter

Un Black Mirror para la era Twitter. Así titulan los medios británicos tras el estreno del primer capítulo de la segunda temporada de la -inmensa- serie de Charlie Brooker (que, por cierto, antes se dedicaba a escribir críticas de cine y televisión. Ahí lo dejo), el pasado 11 de febrero. Si vieron los tres episodios originales, ya saben que no necesitan más: hay que verlo.

Imagine que toda su persona pudiera reconstruirse por completo a partir de sus tuits, textos, correos electrónicos, blogs, muros de Facebook, imágenes en Instagram y otras redes sociales. ‘Be Right Back’ es el primer capítulo de la segunda temporada de Black Mirror (Mirror.co.uk)

El formato de Black Mirror ha resultado un éxito por una sencilla razón: prima la imaginación, la palabra. Estoy plenamente convencido de que aún resuenan las conversaciones por aquél insondable capítulo original con el Primer Ministro británico. A mí me lo recomendó mi cuate Jorge con pocas palabras: “No te digo más. Tienes que verlo”.

La serie de Charlie Brooker es uno de los mayores éxitos de la televisión moderna por su formato, su contenido y su creencia ciega en la capacidad crítica e inteligencia del espectador. ‘Black Mirror’ no nos trata como ilusos, no intenta protegernos de nada ni proclamar mensajes prefabricados. Es directa, incómoda y brillante.

Por cierto, el talento audiovisual del Reino Unido ha vuelto a dar el salto a Hollywood (‘The Office’, ‘It Crowd’, ‘Sherlock’, ‘Misfits’) y Robert Downey Jr. (Iron Man) ha anunciado la compra de los derechos del tercer episodio de la primera temporada, ‘Tu historia completa’, para realizar una película que podría protagonizar él mismo. El guión de la cinta será de Jesse Armstrong, escritor del episodio original, así que no hay necesidad de temblar. Por ahora.

Black Mirror

Un espejo oscuro que no refleja con exactitud pero dibuja, con pérfido detallismo, qué pasaría si fuéramos lo que en realidad somos. Eso es ‘Black Mirror’, miniserie británica de tres episodios, pequeñas y fantásticas películas que nos invitan a un universo paralelo donde todo es probable. Cada capítulo, independiente del resto, funciona como uno de los relatos de Ray Bradbury planteando una ciencia-ficción tan palpable que asusta.

La serie al completo es una joya y no me cabe duda de que si ven los cinco primeros minutos del primer episodio no podrán despegarse de la pantalla. De hecho, es una apuesta personal. Acepten el reto y luego me cuentan. La premisa es tan atractiva, atrevida, desgarradora y brutal, que una mezcla de morbo y curiosidad les impedirá pensar en otra cosa. Nada me gustaría más en el mundo que detallarles esos cinco minutos iniciales, para abrir un debate y analizar con detenimiento las infinitas lecturas sobre Internet, fama, redes sociales, medios de comunicación, realities, arte y globalización. Pero no quiero estropearles la experiencia.

En el segundo ‘Black Mirror’, los guionistas imaginan una juventud pinchada a máquinas, videojuegos y ‘Talent Shows’ a lo ‘Tú sí que vales’. Y, en el tercero, lanzan la preguntan: ¿Qué pasaría si tuviéramos una memoria perfecta, que recuerda absolutamente todo?

Dirección, interpretación y escritura conforman uno de esos productos que glorifican la narrativa televisiva por encima de la mediocridad habitual. Los británicos siguen con el acelerador pulsado, avanzando a pasos de gigante en busca de nuevas historias que revienten nuestra perspectiva adormilada.

No sé si he conseguido convencerles, déjenme intentarlo una vez más: ‘Black Mirror’ no es otra serie; es una genialidad”.

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