El árbol de la vida (y III)

La simbología en la obra de Malik es la clave para generar una imaginería tan poderosa. Lo difícil es discernir si ‘El árbol de la vida’ es una película que justifica lo divino a través de la naturaleza o, más bien, todo lo contrario. Sea como sea, Técnicamente es una delicia audiovisual que convierte los elementos clásicos en complicadas herramientas semánticas. Casi sin diálogos, el filme crece a través de los monólogos de los distintos personajes, con una fuerte carga religiosa:

Brad Pitt es el padre estricto y meticuloso que mantiene al niño protagonista aterrado durante su infancia. Lo que hace que sintamos un enorme bienestar cuando le vemos abrazar y acariciar a sus hijos. Pitt es la representación del Dios tradicional, un inventor que registra patentes inspiradas en la naturaleza, severo con su familia pero, como él mismo dice en uno de sus pocos diálogos, “lo más bello que he creado”.

Jessica Chastain es la bondad. Una Virgen María que quiere a sus hijos por encima de todas las cosas. Siempre pura, siempre luz. El hijo que fallece al principio de la película y del que nace la reflexión de Malik es el Espíritu Santo, presente desde el principio hasta el final. Incluso cuando ya no está. Los tres forman una santísima trinidad de la que Malik se vale para identificar al ser humano dentro de la naturaleza. Y el niño, Sean Penn en su versión adulta, somos nosotros, a su imagen y semejanza, con todas las tentaciones, aspiraciones y contradicciones que eso conlleva.

La naturaleza está, desde el mismo título de la película, siempre presente. Una naturaleza joven, que vive la misma infancia que el protagonista (somos una especie joven).

La música, tanto los autores que Pitt pone en el toca discos como la que el propio Alenxandre Desplat compone para la película. Los primeros filósofos apuntaban que la música era el sonido del universo, la matemática más perfecta, el arte más puro: la representación humana de la naturaleza en su sentido más infinito.

Este lenguaje cifrado, entre lo bíblico y lo fantástico, me recordó poderosamente a ‘The End of Evangelion’ (anime japonés muy recomendable) e, incluso, cierto aire al final de Perdidos. 

El árbol de la vida (I)

El árbol de la vida (II)

 

El árbol de la vida (II)

“Era un niño que soñaba un caballo de cartón. Abrió los ojos el niño y el caballito no vio. Con un caballito blanco el niño volvió a soñar; y por la crin lo cogía… ¡Ahora no te escaparás!” La primera vez que leí el poema de Machado supe que se trataba de una canción infantil con una rima pegadiza. Años más tarde, presté atención: “Apenas lo hubo cogido, el niño se despertó. Tenía el puño cerrado. ¡El caballito voló! Quedóse el niño muy serio pensando que no es verdad un caballito soñado. Ya no volvió a soñar”. Y entonces, sin lugar a duda, comprendí que trataba de la vocación, de lo que queremos ser en la vida. Sin embargo, hace poco, fui consciente de la verdad: “Pero el niño se hizo mozo y el mozo tuvo un amor, y a su amada le decía: ¿Tú eres de verdad o no?” Claro, Machado me hablaba del amor.

‘El árbol de la vida’ no es la película a la que estamos acostumbrados. Lo más probable es que estén rodeados de personas que no aguanten sus dos horas de proyección. De hecho, son muchos los que abandonan a mitad. No les culpen. Ni tampoco se sientan superiores. O inferiores. Porque la grandeza de la obra de Terrence Malik es que permanecerá ahí, eterna, hasta que llegue el momento de odiarla o amarla.

Si usamos un simple paralelismo, las películas ‘normales’ son novelas que componen una narración con más o menos profundidad a través de un texto y unas imágenes. ‘El árbol de la vida’ es una poesía que no muestra, sino que evoca, que no narra, sino que fluye; que no pasa las páginas, termina los versos. Una sucesión de fuerzas, de experiencias, que ensayan sobre el más puro, íntimo y auténtico sentido de la vida sin despreciar ninguna de las dos partes de la balanza: razón y fe. Bondad y maldad.

Por toda esa amalgama de sensaciones que podría provocar, sería absurdo no darle una oportunidad a ‘El árbol de la vida’. Ahora que, no les engaño: no pienso volver a ver la película. No, al menos, hasta que otro actor interprete mi papel.

(El árbol de la vida I)

El árbol de la vida (I)

El ser humano es extraordinariamente complejo. Cada poro de nuestra piel está formado por minúsculas células que funcionan como pequeños universos que ruedan su propia fortuna. Caminamos por la tierra como nómadas del tiempo, dejando que viento y marea choquen sus caprichos y conformen lo que quisimos llamar destino. A cada paso, echamos la vista atrás para sentirnos sabios. Poderosos. Mejores ante lo que fueron las fotos en blanco y negro. Ignorantes de la tremenda y acaparadora primera verdad: seguimos siendo una especie joven.

Las raíces del conocimiento erizan el vello del que sabe escuchar el arte. La música, el más perfecto de los dones, silba entre las hojas, aletea sobre el azul, navega bajo la cascada. Partituras matemáticas, perfectas, que acompasan los escaques de un tablero que vio ir y venir a millones de figuras inolvidables. El conocimiento transforma al peón y le confiere bases para comprender el mecanismo que arranca el motor humano. Extasiados por su belleza, lo copiamos y lo aplicamos al mundo que nos rodea presumiendo de una patente que lleva miles de años colgada de las ramas de un árbol.

Y cuanto más sabemos del rojo de la sangre, del verde de la tierra y del amarillo del cielo, usamos sus colores para pintar un dedo que señala al infinito y busca el hogar de Dios. Y miramos al techo de la capilla para dejarnos interpelar por el espíritu. Por el alma. Y oramos conscientes de que hay tanto infinito fuera como dentro del cuerpo. Y sonreímos sin explicación. Y corremos. Y saltamos. Y volamos mientras dormimos. Y escribimos poesías que no tienen sentido. O aún no lo tienen.

Pero todo: toda complejidad, toda ciencia y toda fe, música y matemática, alfa y omega, el cosmos y el latido, se tornan simples al mirar a los ojos del otro. Al coger su mano y acariciar su pelo. Descubrir que el infinito vive en el tiempo que dos labios tardan en tocarse, en el espacio que ocupa un susurro y en la herencia eterna de saberse padre, hijo y hermano.

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