Cuestiones de doblaje

Voy camino del cine, ilusionado como un niño pequeño, para ver Toy Story 3 -mañana les cuento-. Pero antes de salir he leído la confirmación de un temor que venía arrastrando desde que vi el primer tráiler de la película. Aquél vídeo -en inglés, claro- anunciaba que Buzz iba a hablar en español en una buena parte de la película, después de que Woody y el resto de sus compinches le gasten una broma. ¿Qué harán en España? Pensé entonces. Me imaginé que le pondrían a chapurrear inglés o italiano, que son las elecciones típicas. Pero no, amigos. Vaya sorpresa: Buzz Lightyear habla en ‘andaluz’, si es que eso existe.

A riesgo de saltarme el eje, vamos a hablar de política. Pese a que, supongo, el film de Pixar habrá quedado estupendo con la voz de Diego ‘El Cigala’ -el doblador de Buzz al ‘andalú’-, me gustaría hacer una reflexión en voz alta de esta irrisoria moda del idioma propio. Allá va: siento ser yo el que lo diga pero, andaluces, no tenemos un idioma propio. Hablamos español. Castellano, si gustan. Con ciertos acordes, entonaciones y muletillas, pero con la misma composición.

El domingo por la tarde me puse a zapear por nuestra flamante TDT y, con dolor, me paré en Canal Sur. Estaban emitiendo unos dibujos animados de unos jóvenes que tienen magias y luchan contra demonios… o yo qué sé. El caso es que el doblaje era especialmente llamativo: hablaban en andaluz. “Vamoh pahlláh”, “ereh mú malo”, “cuidao con lo que desís”, y frases del estilo. Tal cual.

Puedo entender que el político y la política de turno hayan pensado que en la televisión de Andalucía se tiene que hablar con acento andaluz. Incluso, que crean que los niños se emocionan más si sus héroes hablan con acento de Triana. Pero entiendan ustedes, líderes del gobierno, que me parezca una soberana chorrada. Perdonen mi ignorancia y, por tanto, mi atrevimiento: ¿Por qué es tan importante diferenciarnos del resto de españoles? ¿Por qué luego nos extrañamos de que los alumnos andaluces cometan tantas faltas de ortografía?

Bah, dihculpehn uhtedeh, que a veseh me dah la chalaura.

Toy Story

En una de mis poco ordenadas pero extremadamente artísticas estanterías, guardo varias cajas de juguetes. Desde que me enteré de que algunas figuras de Star Wars de los años 70 se venden por más de mil euros, decidí que nunca me desprendería de mis muñecos de Spiderman, X-Men y demás superhéroes. Al menos esa es la razón oficial. La que doy a las chicas cuando me preguntan por qué tengo tanto juguete. La verdad es que me encantan mis figuras. Y, si tuviera tiempo, jugaría con ellas todos los días.

Toy Story se estrenó en 1995. Hagan cuentas y sorpréndanse conmigo: Quince años tiene mi amor. Hace poco, por una de esas casualidades de la vida, volví a verla. Me pareció tan genial como la primera vez. De hecho, sigo viendo un habilidoso uso de la técnica que aún hoy luce como nueva.

Woody y Buzz Lightyear han sabido envejecer sin necesidad de retoques mágicos a lo James Cameron. Agradezco que Disney haya vuelto a estrenar Toy Story 2 en versión 3D para que los nuevos niños no pierdan la oportunidad de ver esta genialidad en el cine. Pero lo que hace grande a estos juguetes es que fue, quizás, la primera película de animación que se preocupó por escribir un guión que deslumbrara a los pequeños pero que, al mismo tiempo, ofreciera lecturas muy adultas.

Toy Story abrió una brecha que culmina con las recientes ‘Wall-E’ y ‘Up’. Un tipo de película de aspecto infantil pero que enamora tanto que hay que nominarlas en la categoría de Oscar a la Mejor Película.

La animación, como los juguetes, lucen más en las manos de un niño sin prejuicios. Pero, a veces, gusta verlos en la caja de la estantería recordándonos lo que una vez fuimos. Guardándolos como un tesoro.