Siempre me hicieron gracia. Es una cosa muy personal. No sé, las veo y me da la risa. Y hablo de ellas sin recelo, como si fuera algo normal. Vaya, porque son normales. ¿Quién podría llevarme la contraria? Sin embargo, lo normal es que cuando me da por sacar el tema o hablar de ellas, me miren con cierta repugnancia y me manden a freír espárragos. El otro día, sin embargo, no fue así. Ya se pueden imaginar mi sorpresa cuando, en vez de asco, la niña se partía de risa. Dejen que les cuente:
La película terminó a su hora, como es habitual. Y todos abandonamos la sala por la puerta trasera, tal y como mandan los cánones del cine en cuestión. Una vez fuera, hay unas escaleras metálicas que dan a la calle y, justo allí, en mitad de la estructura, una madre y su hija discuten. La hija, por cierto, no debe sumar más de siete u ocho años. Pero qué graciosa:
-¡Mira Mamá! ¡Otra!
-¡Niña, para ya!
Ella, la niña, estaba exultante, con los coloretes marcados en unos mofletes que apenas sabían contener la risa.
-¡Otra, otra!
-¡Pero niña!
La alegría desbordante de la zagala provoca que la madre, a priori incómoda, sonría levemente. Hasta que, por fin, decide unirse a la risa contagiosa de la pequeña. Y venga a reír y a reír. Ellas y yo, claro, que no me podía creer una escena tan incomprensible. De pronto, la niña se limpia las lágrimas de los ojos y le pregunta a su madre:
-¿Seguro que no pueden hablar, mamá?
Y la señora, con el aliento entrecortado de las carcajadas, le replica:
-No, hija, ya te lo he dicho. Aunque te hagan gracia, las cacas no pueden hablar.
-¿Y andar?
-Tampoco.
-¿Entonces cómo ha llegado hasta ahí arriba?