Nunca me abandones

Es fría, lejana y deprimente. Pero quizás ese sea el objetivo, desde el primer minuto. ‘Nunca me abandones’ es como una serpiente mimetizada en su entorno. Sus primeros movimientos, cuando empiezas a ser capaz de discernir qué es y qué no es, son hipnóticos; atractivos. Conforme se te acerca piensas en el peligro, en la posibilidad de que su veneno se hinque en tu piel. Sin embargo, el zigzagueo y la elegancia de su baile te vuelven desprevenido. Comienzas a creer que hay una opción, que puede que no todas las serpientes sean malas, que siempre hay una posibilidad, un tiesto de fe sobre el que plantar las esperanzas. Y, justo entonces, te muerde.

No hubo ni una sola alma que, al terminar la proyección, no buscara una mirada cómplice a la que decirle: “qué ganas de llorar”. La película de Mark Romanek (‘Retratos de una obsesión’) hará las delicias de los mártires de la filosofía y de los firmes defensores de que el pesimismo es la mejor forma de llenar un vaso medio lleno.

Cathy (Carey Mulligan), Tommy (Andrew Garfield) y Ruth (Keira Knightley) viven internos en un colegio inglés. Su experiencia del mundo real sólo les llega a través de los libros y de las enseñanzas de sus profesoras. Los tres nacieron, sin saberlo, con una misión por cumplir; algo que les marcaría el desarrollo de sus vidas y las de otros que ni siquiera conocen. Basado en el libro de Kazuo Ishiguro, ‘Nunca me abandones’ mezcla la ciencia ficción con el drama de época, las creencias religiosas con la ingeniería genética.

Las historias, por norma general, responden a una idea (la libertad, el bien, el amor, la pérdida…). En este caso, se trata de una sensación. Romarek se da el gusto de alejarnos de los protagonistas, de mantener las distancias para que podamos hacernos, con comodidad, la pregunta clave: ¿por qué aceptan una vida tan asquerosa? La trampa, claro, está en la reflexión interna a la que nos vemos abocados. En la poderosa y destructiva idea de que, por más que hagas por evitarlo, un día, tú y la gente que más quieres morirá, dejando atrás un legajo de recuerdos que poco pueden importar.

Es fría, lejana y deprimente. Y, aún habiéndoles avisado, la serpiente les morderá.

Wall Street 2

“El dinero es una puta que nunca duerme”. Esta frase -que se repite hasta la saciedad- no sólo guía la secuela de la película que nos dibujó con tanta pasión la bolsa de Nueva York, sino que bien podría usarse para describir a los productores, guionistas y al mismo Oliver Stone. Desde el minuto uno es más que evidente que el equipo de rodaje se pone a las órdenes de la pasta. A saber: una secuela rodada por y para la crisis, con una historia simplona y previsible que busca el impacto estacional y la taquilla rápida. Vaya, una prostitución fílmica* en toda regla.

No deja de ser irónico que una película que dibuja a la economía global como sistémica y enfermiza -la compara con un cáncer-, manipulada por cuatro gatos que fuman puros sentados en sillones de cuero bajo un cuadro de dos por dos en el que unos perros descuartizan a un perro, se atreva a criticar un sistema que favorece con su sola existencia.

La cinta arranca con un Gecko (Michael Douglas) desaliñado, recién salido de la cárcel, en la que es, posiblemente, la única escena sobresaliente de la historia -sí, la que se vimos en el tráiler…- Dos minutos después, la narración se pierde en términos incomprensibles, paranoias visuales que llegan a pecar de cutrería y clichés repetitivos.

Pero lo más insultante de la película es su visible cobardía. Al final -que no destripo-, deja una sensación incoherente, inconexa y forzada. Se ve que Stone prefirió dar una versión más ‘Disney’ de la realidad hacia los cinco últimos minutos, lo que choca con las dos horas de muestrario de canallas, soplagaitas y cantamañanas.

Y, que conste, que las primeras víctimas del invento son los actores. Michael Douglas, Shia LaBeouf, Josh Brolin y Carey Mulligan siguen siendo grandes actores. Pero por mucho empeño que le pongan, el guión es lo que es. En fin, poderoso caballero es don dinero.

*(término patentado por JeCabrero).

An Education

La mujer ha sufrido durante demasiado tiempo el yugo de papel secundario en la Historia de la Humanidad. Un papel impuesto por el egoísmo y la estulticia masculina que durante tantos años ha sujetado el metódico y troglodita cayado de la desigualdad. ‘An Education’ (Lone Scherfig) nos recuerda que no hace tanto tiempo de aquellos años en los que se educaba a las niñas para que fueran un buen partido para los niños. Esposas, madres y amantes cumplidoras.

Jenny (Carey Mulligan) es la protagonista de ‘An Education’, una adolescente de 16 años, brillante estudiante y voraz lectora, que se enamora de un apuesto cuarentón (Peter Saarsgard). La película es una versión sui géneris de ‘Alicia en el País de las Maravillas’, pero cambiando conejos, sombrereros locos y reinas de corazones, por fiestas lujosas, subastas de arte, hipódromos y conciertos de jazz. Un viaje forzado a la madurez y a la cruda realidad en el que Jenny ubicará el verdadero origen de la felicidad. Un don que podemos compartir, pero que no podemos obtener por terceros.

La película resulta especialmente inspiradora para ellas, pero no se olvida de nadie. La educación como método para obtener la libertad, como el camino que nos instruye en la vida, es un poderoso mensaje paritario. Y, cerrando el círculo, un espejo al que todos los estudiantes de letras -una minoría- nos miramos con orgullo y pasión.

Las dosis de romanticismo y sofisticación social son muy elevadas. Los devoradores de series verán un cierto parecido estético con ‘Mad Men’, ya que combina la época (1960) con la elegancia snob y fullera de la cultura del dinero. Carey Mulligan (nominada a mejor actriz en los Oscar) y Peter Saarsgard hacen puro teatro frente a la cámara, acompañados por un Alfred Molina que borda el papel de padre carca y machista.

Al terminar la película, abran el debate: ¿Hoy, somos tantos jefes como jefas? Quizás aún nos falte algo de educación.