John Barry

Primero me enseñó a andar. A andar con estilo. Pese a mi corta edad era capaz de repetir, nota a nota, la melodía de ‘Howard, un nuevo héroe’ en el Casio rojo -¿quién no tuvo uno de esos órganos?- Me pasé semanas imitando los pasos chulescos y torpes del pato, aunque el resto del mundo creyera que era un vaquero del oeste que había cabalgado demasiado.

Años más tarde, me enseñó a volar. Descubrí el sonido exacto del viento, el poder supremo de danzar entre las nubes y sentirse dueño de la tierra. Mientras Robert Redford pilotaba la avioneta, el susurro de los violines y la arrebatadora calma de las flautas conquistaban la tierra más fértil del planeta en un paseo por las ‘Memorias de África’. Un canto al romanticismo más literario, a la plenitud del ser humano y a la virtud melódica de planear, libre, sobre un mundo capado por los grilletes. La primera vez que me subí a un avión, apelmazado contra la ventanilla, entendí que aquella música no era casualidad. Ni inspiración. Era una historia en sí misma.

Pero, sobre todo, me enseñó a otear. Otear es un arte: estepa, montaña, ciudad, abismo, desierto o bosque; no importa el lugar. Lo importante es alzar una pierna sobre el terreno y utilizar una mano como visera para encontrar, allá donde estés, la belleza más pura. Y, mientras que arrasas el horizonte con la mirada, buscando la próxima aventura, regodearte en cada detalle con parsimonia, como cuando John Dunbar abrió los ojos por primera vez a un mundo que, hasta entonces, había odiado. Un mundo que le cambiaría por completo, incluso el nombre: ‘Bailando con lobos’.

La música de John Barry es un prodigio de sensaciones. Una inmortal concatenación de experiencias que se repiten inexorablemente, como el agua que cae al girar el molino. Estimado caballero inglés, no fue su talento ni su constancia ni sus méritos alcanzados, fue el espíritu. La vida que inunda cada emoción contenida en una única nota de metal.

Es un buen día para desempolvar el Casio rojo. Hay cosas que no se olvidan.

Scott Pilgrim contra el mundo

El sonido de 8 bits es como el primer rotulador que Steve Ditko utilizó para dibujar a Spiderman o el Casio rojo en el que Michael Giacchino aprendió a tocar cumpleaños feliz. Es mucho más que el ‘clin’ que suena cuando Mario sacaba monedas en la Nintendo o las patadas ‘flosh’ de Ryu a Ken en ‘Street Fighter’. Es el origen de una infinidad de consecuencias creativas, uno de los pilares sobre los que se sustentan las historias modernas.

‘Scott Pilgrim contra el mundo’ es una oda a esa esencia. A un mundo que baila entre los videojuegos, el cómic, el cine y la ciencia-ficción. La película de Edgar Wright (‘Zombies Party’) es una imparable sucesión de guiños a la cultura Pop repleta de onomatopeyas, líneas cinéticas, caricaturas y píxeles.

El guión, basado en los seis tomos que componen el cómic, nos presenta a Scott Pilgrim (Michael Cera, ‘Juno’), un bajista veinteañero que toca en un grupo de rock ansiosos por conseguir un contrato discográfico. El chaval, que ha tenido mucha suerte en esto del amor, conoce a Ramona Flowers (Mary Elizabeth Winstead, ‘La Jungal 4.0’) y el flechazo es instantáneo. Sin saber muy bien cómo, termina saliendo con ella, lo que hará que se tenga que enfrentar, en duelos a muerte, a la ‘Liga de los Ex Novios’.

A estas alturas deben haber llegado ya a la siguiente conclusión: es una cinta que encantará a los frikis/geeks. Consigue, sin salirse del lenguaje cinematográfico, trasladarnos la sensación de estar paseando por viñetas, sin olvidar la continua catarata de referencias consoleras (desde Pacman hasta Final Fantasy, pasando por Zelda o Tetris). Pero, además, creo que también divertirá a los profanos en la materia ya que, por encima de todo, son dos horas muy divertidas (¿Yo? Del primer grupo, por supuesto. Y a mucha honra).