Zombieland (y II)

Zombieland es, ante todo, una película divertidísima. Lo será siempre que la casquería en exceso, la sangre flotante y los mamporrazos salvajes no les resulten desagradables. Para los que crecimos vacunados contra toda pincelada bizarra y visceral en la gran pantalla e, incluso, llegamos a ver una versión anodina de Jackson Pollock en un zombie descuartizando un cadáver y dejando un reguero espolvoreado de barbaridades, esta película es imprescindible.

Para hacer honor a la verdad, el gran éxito de Zombieland no está en la sangre desparramada por las calles estadounidenses. Está en el tremendo y original humor que acompaña a cada escena. Un humor que comienza en los títulos del principio, que vienen a ser la versión gore de los primeros minutos de Watchmen: escenas ralentizadas, música magistral y zombies destrozando América.

La película nos cuenta cómo, a partir de un yogurt en mal estado, un virus se expande por la población estadounidense sin remedio, dejando a muy pocos seres humanos con cerebro. Dos de ellos son Jesse Eisenberg y Woody Harrelson: el espíritu de la película. Un genial tandem cómico que mezcla la inocencia y el escrupuloso orden del joven Eisenberg, un romántico universitario, con el cateto, violento y entrañable Harrelson, el clásico tipo duro americano.

Sin duda, los capítulos protagonizados por Harrelson dan el ritmo necesario a la película para que la sonrisa tonta no desaparezca. El actor, además, comparte 10 minutos gloriosos con B. M. (no les revelaré el nombre, vayan a verla), que hace un cameo absolutamente memorable que consiguió mantener la carcajada de toda la sala. Y, si la suma de violencia, zombies, casquería y humor les gusta, el final en el parque de atracciones les apasionará.