Mitología neoyorquina

Fíjense si será poderosa la mitología neoyorquina, que estamos medio planeta embobados con el Huracán Sandy. Viendo caer muros y hundirse taxis que sentimos parte de nuestro imaginario particular. No importa si viajaron o no a la ciudad de las blinding lights, porque todos miramos a la capital del mundo con cierta empatía; con cierta sensación de pertenencia.

Es difícil que estos días, mientras que comparten un rato de televisión con la parienta o charlan distraídos con la radio de fondo, no haya saltado la liebre: «¿No te recuerda esto a la película aquella?» Y aquí llega lo interesante. Creo que podríamos hacer un estudio de personalidad basado en la película que relaciona el sujeto con ‘un huracán en Nueva York’. A saber: Los románticos se referirán a ‘El mago de Oz’ y a la belleza del arcoíris que nace tras la tormenta. Los tremendistas sacarán títulos como ‘El Día de Mañana’ y sopesarán la posibilidad de una catástrofe medioambiental que destruirá toda prima de riesgo. Los frikis sentenciarán con un «el invierno se acerca» (probablemente en inglés, «winter is coming»). Y los seguidores de la profecía maya orarán a Roland Emmerich y su ‘2012’ ante la inminente y nada improbable destrucción del universo conocido.

También estarán los que busquen enloquecidos al Bruce Willis de turno que evite que este plan maquiavélico de algún ruso descontento con la sociedad capitalista llegue a buen puerto. Y, cómo no, los comiqueros empedernidos que esperen la intercesión de ‘Los Vengadores’ o los ‘X-Men’ en las cábalas de Lex Luthor.

Lo cierto es que hay una tragedia en Nueva York. Una tragedia que, vista con perspectiva, no es, ni mucho menos, comparable a tantas otras que asolan cientos de ciudades menos preparadas; menos fuertes. Una tragedia que sentimos parte gracias al poder de las historias. De ahí que sea tan importante leer otras novelas, ver otras películas, escuchar otras canciones. Porque las historias –las mentiras– nos hermanan con la realidad.

Catástrofes y Cine

El 12 de septiembre de 2001 la Ficción pidió perdón. Veinticuatro horas antes dos aviones chocaban contra las Torres Gemelas y ningún héroe fue a salvar el día; nos habíamos acostumbrado a que los buenos, al final, ganan. Hoy nadie lo hará. Nadie pedirá perdón porque, antes, nadie contó cuentos en Haití -ni en otros tantos pobres lugares del mundo-.

Con cada imagen, con cada vídeo, la imaginación colectiva buscaba similitudes en la gran pantalla. El cine catastrófico gana fieles y, año tras año, volvemos a cargarnos el planeta con los mejores efectos especiales. Sin embargo, ayer no vi a Ellijah Wood trotando en su moto por la montaña, como en ‘Deep Impact’. Los edificios de Haití, avergonzados, se plegaban ante las atónitas cámaras de televisión deseosas de escuchar un “¡corten!” de Roland Emmerich. La ciudad, comida de polvo y con polvo para comer, no me recordó a la fracturada Manhattan de ‘El día de Mañana’. Ni siquiera los americanos, presurosos a mostrar su ayuda, lucían como Bruce Willis en ‘Armaggedon’. Obama tampoco es Morgan Freeman.

Los supervivientes reproducen sus oraciones en los salones de todo el mundo. Ante la impotencia de no poder echarle la culpa a nadie, los haitianos claman justicia al cielo. Se amparan en Dios, en su fe. Y, como aquella señora implacable de ‘La Niebla’ de Stephen King, se mantienen impertérritos mientras justifican la desgracia a la voluntad de Dios.

Las historias sirven para mucho más que entretener. Son la inspiración y el refugio por el que somos capaces de sacar fuerza y convertirnos en los héroes que, antes, lo consiguieron. Pero no escribimos para ellos, para los que más lo necesitan. Confiamos en que el fin del mundo empiece por el primer mundo, porque el último ya lo damos por muerto.

En ‘Los Hijos de los Hombres’, Alfonso Cuarón nos enseñó que tu hijo, tu descendencia, también es el mio, mi futuro. Ahora repito en mi cabeza la escena en la que Clive Owen corría por las calles destrozadas de una ciudad olvidada bajo los escombros con un mensaje escrito entre fotogramas: la vida se abre paso. Pero, a veces, la vida es tan caótica. Tan injusta. Sin guión.