Ciudad de vida y muerte

Es un regalo repleto de miseria, dolor, pobreza, dramatismo y repugnancia. Pero un regalo a fin de cuentas. ‘Ciudad de vida y muerte’ es una película con mayúsculas, una de esas joyas cinematográficas de la que eres consciente desde el primer minuto. Una oda al cine bélico más transgresor en el que el papel del héroe y el villano se desdibuja en pos de una verdad aterradora: morir en un combate no es la peor forma de sufrir una guerra.

Con un blanco y negro tan colorido como ‘La Cinta Blanca’, la obra de Lu Chuan le planta cara a cualquier superproducción americana. Y eso, viniendo de China, es un exitazo. Muchos comparan el trabajo de Chuan con el de Spielberg. Muy de acuerdo: la fotografía de la película es una absoluta gozada, con unos movimientos de cámara tan habilidosos que es muy fácil sentirse en medio de la refriega. La desgracia, siempre fotogénica, pasa de una sombra a otra, de un rostro a otro, como si fueran pinceladas costumbristas. Este preciosismo visual viene acompañado de una sabia utilización del sonido, con largas escenas subrayadas con el traqueteo del tanque que se acerca a la posición, o las balas que silban a lo lejos mientras una niña llora desconsolada.

‘Ciudad de vida y muerte’ describe la ocupación japonesa de la ciudad china de Nankin. Está prácticamente dividida en dos capítulos. En el primero, el más cercano a la aventura bélica como tal, nos situamos del lado de la resistencia china y de su líder, un soldado que, ayudado por un niño -otro elemento muy Spielberg-, consigue frenar, por momentos, el avance nipón. En el segundo, más largo, Lu Chuan cambia al clásico héroe por las víctimas: mujeres, niños y ancianos. Para demostrar que morir con el fusil en las manos puede ser más misericordioso que vivir esclavizado por un soldado dictador que viola a tu mujer y a tu hija.

Pocas películas consiguen transmitir con tanta sensibilidad la inmundicia humana. ‘Ciudad de vida y muerte’ revuelve las tripas y desorienta el alma. Pero lo hace con tanto detallismo, con tanta carga sensitiva, que la lastima sería dejarla pasar. Porque, además, el mensaje final, pese al oscurantismo que predomina, es alentador: la vida se abre paso.

Imprescindible.

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