Más allá de la vida (II)

Milagros. Nos pasamos las horas esperando un instante místico que nos abra los ojos y nos empuje a vivir la vida con un carpe diem en la boca. Una señal que nos rete a ser un aventurero que quiera exprimir cada instante como si fuera el último: abordar nuevos barcos, conquistar corazones, gritar sin motivo. Necesitamos una excusa mística para mandar a freír espárragos al jefe, cambiar de trabajo y hacer lo que siempre quisimos hacer. Pero, el milagro, no llega. O no lo vemos.

Clint Eastwood quiere hablar de magia. De fe. Y para eso se adentra en un campo en el que la sabiduría y la ignorancia significan lo mismo: la muerte. O lo que hay después de la muerte. Yo una vez viví un milagro. O eso me gusta creer. En el verano de 2007 tenía que hacer un reportaje de los niños saharauis que vienen a pasar unos meses en España. Lo recuerdo perfectamente (incluso la primera frase con la que empecé aquel artículo: “Hay días en que la sonrisa de un niño estremece tanto como conmueve”). Los chavales estaban emocionados porque iban a poder comer caliente, ducharse, beber agua y jugar. “Y porque no tendrán que jugársela a la muerte todos los días”, me dijo un monitor.

Estuve con ellos un par de horas. Me contaron sus intereses y sus miedos. Había padres adoptivos que lo estaban pasando muy mal porque, al cumplir cierta edad, ya no podían volver a España y ése sería el último año que charlarían cara a cara. El caso es que sus sonrisas melladas me hicieron clamar justicia al cielo. En el camino de vuelta a casa maldije a Dios. A todos. Maldije a un mundo cobarde que permitía que toda esa mierda siguiera cultivándose al otro lado de la esquina. Nos odié por ser tan miserables. Y me pregunté “¿dónde coño están los milagros?”

Unos pasos más adelante me crucé con un coche asqueroso repleto de polvo. En las ventanillas había dibujos y siluetas de manos mal apoyadas. Y, entre tanta suciedad, tres palabras. Un chiste clásico del que sólo quedaba la primera parte, una frase estúpida e insignificante que descolocó todo mi universo de odios y maldiciones: “Dios hace milagros…” (el chiste sigue “pero no va a limpiar tu coche, guarro”). Después, un voluntario de una ong en la calle me propuso apadrinar a un niño. Así fue como conocí a Nasir. Así fue como decidí creer en los milagros y en los mensajes que sobrepasan a la vida.

Más allá de la vida (I)

Mi última conversación con Omar Havana fue en una cafetería. Después de varios años identificándonos con una imagen estática, una dirección de email o una entrada de blog, nos veíamos las caras. Otra vez. Por fin. Estaba tan flaco como la primera -y hasta entonces única- vez que le vi. Pero traía la mirada cargada de imágenes que fortalecen el alma y corrompen los sueños. «Es lo que tiene hacer fotografías», explica.

Omar se fue hace cuatro años a Camboya. «No sé muy por qué. Se quedó todo pequeño». Allí, con un socio, montó un «precioso» hotel con el que vivía como un rey. «No por las monedas, sino por el tesoro que es amanecer en un lugar tan endiabladamente bello, con gente que derrocha cariño y con una temperatura que nunca baja de los 28º. No te imaginas qué puesta de Sol». La convivencia y el roce terminaron calando en Omar que, un día, decidió salir a tomarle el pulso a la calle y, tal vez, hacer alguna fotografía.

No tardó mucho en darse cuenta de cómo la desgracia y la más humillante de las pobrezas gobernaba con mano dura en Camboya. «Tráfico de droga, niños esclavizados por un chute de pegamento, comida disfrazada en la basura, derechos adquiridos a golpe de talonario, políticas fascistas». Mientras describía tan miserable circustancia imaginé a todos los niños de Camboya como los escurridizos protagonistas de ‘Slumdog Millionaire’, transformados en pícaros para poder sobrevivir. Esperando el milagro, el comodín del público, el golpe de fe que les sacara de tan oscuro olvido.

Desde aquel primer paseo, Omar ha publicado sus fotografías en su blog y en periodismohumano.com, denunciando situaciones que suelen pasar desapercibidas en los informativos diarios. «Estoy de paso», dice, «voy a volver», subraya, «primero a Camboya y, luego, a otro lugar donde pueda ayudar», promete. Antes de despedirnos, me narró el escalofriante episodio en el puente de Camboya, donde murieron miles de personas aplastadas. «Han maquillado las cifras, no fueron cientos. Y, a los familiares de las víctimas les han dado un plato de pasta y doce dólares. Cuando ves eso, se hace difícil creer en el ser humano. Luego, cuando una de esas víctimas te sonríe, te abraza y te cobija en su humilde techo, vuelves a creer».

Camino del cine me pregunto si Clint Eastwood, con su última película, jugará con la idea de que hay gente que, sin morir, vive más allá de la vida.

Invictus (II)

Clint Eastwood sabe tanto por viejo como por diablo. Después de tantos años de carrera ha conseguido alcanzar una cima a la que todo artista aspira: no necesitar vender nada. Una película que implique a Eastwood es un marchamo de calidad que termina impregnando la cartelera con un público satisfecho.

Al tito Clint le sucede como al Mandela de ‘Invictus’, inspira. Cada palabra de Morgan Freeman es una delicia, un discurso atractivo y encantador del que no dudamos nunca. Freeman/Mandela usurpa el papel de entrenador de los ‘Springbocks’, el equipo de Rugby llamado a ganar la copa del mundo, para ser la gran metáfora de la historia: el poder de uno para cambiar el todo.

Pero sería injusto quitarle mérito al capitán del equipo, al líder que guía a los Springbocks a la victoria: Matt Damon. He de confesar mi debilidad por el actor. En los últimos años, sus trabajos camaleónicos han alcanzado -casi en todos los casos- el aplauso de crítica y público. Desde su maravillosa ‘El Indomable Will Hunting’ -con la que ganó el Oscar a Mejor Guión Original- y su carismática ‘Rounders’ -el poker siempre fue muy fotogénico. Muy cinematográfico-, ha pasado por películas que supieron combinar sus facetas más dramáticas con un físico diseñado para la acción (como la excelente saga de Bourne).

‘Invictus’ es un éxito humano. Una gran película por sus personas y por la devoción que actores y director demuestran por sus protagonistas. Es una oda a Nelson Mandela, un capítulo de la historia aún reciente que sigue siendo imprescindible. Hay muchas razones por las que debería ver ‘Invictus’: inspiración, Historia, amor al deporte, superación… Pero debería bastar con decir que es, otra vez, un éxito de Clint Eastwood.

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