En la Universidad teníamos un profesor de rictus perenne. Cejas pobladas, mandíbula estricta, mirada escurridiza y, sobretodo, unos andares militares. Cuando iba por los pasillos, sus ojos no parpadeaban ni perdían de vista un punto de fuga imaginario situado más allá de la pared. A su alrededor se formaba un halo de terror, un misticismo que obligaba a los alumnos que se topaban con él a dejar caer las orejas y hacer una humillante reverencia. Una mañana, un compañero, al verle trotar por las entrañas de la Facultad, empezó a tararear la Marcha Imperial. Al día siguiente le hicimos los coros.
De niños, nos poníamos en las puertas automáticas del centro comercial y, cada vez que alguien se acercaba, abríamos las puertas usando la fuerza mientras que otro tatareaba el tema de los Skywalker.
El día que mi hermano se casó, cuando el cura dijo lo de “podéis ir en paz”, mientras que abandonábamos la iglesia y ellos mantenían el tipo en el altar, sonaba, de fondo, la fanfarria final de ‘Una Nueva Esperanza’.
Hoy estamos en Madrid, para ver el ‘Star Wars in concert’. Dos horas con la Real Orquesta Filarmónica de Londres disfrutando de los temas que John Williams compuso para subrayar los momentos más memorables de ‘La Guerra de las Galaxias’. De nuestra vida.
Tranquilos, hago fotos.