Antes, cuando las películas se ordenaban en estanterías y no en carpetas, el videoclub -niños, esto era un lugar en el que, pagando, podías llevarte una cinta a casa… ¿Que qué es una cinta? Preguntadle a vuestros padres. Dios, me hago viejo- era el Santa Santorum de la calle. La sala del tesoro que ponía color a las mañanas de los sábados. El escrupuloso proceso de buscar una caja sin la etiqueta de ‘alquilada’, presentar el carnet de socio y marchar bajo la exigente advertencia de que si no la devuelves a tiempo, habrá multa, encarnaba un misterio que hoy es impensable.
Ahora, las estrellas que pululan por los tuentis de los niños y adolescentes son globalmente conocidas. En los 80 y principios de los 90 era una relación más íntima. Al menos en España. Los actores jóvenes de moda en Estados Unidos, aquí, se reverenciaban de una manera más lejana. Ningún programa de televisión o página web nos mantenía al tanto de sus movimientos, de manera que su carisma quedaba relegado a dos horas en el salón de casa.
Corey Haim salía en una de esas películas que siempre llamaban la atención en el videoclub: ‘Jóvenes Ocultos’. No, no es que considere a esa película un clásico de mi infancia. Ni tampoco a él, a Corey, como uno de los grandes iconos de los 80. De mis favoritos. Lo que no puedo evitar es pensar que los protagonistas de mis sábados se han hecho adultos. Viejos. Y que, incluso, pueden morir.
Ayer, cuando supe que Corey Haim había muerto por una sobredosis -sin medias tintas: putas drogas-, se me pasó una terrible idea por la cabeza. Reflexioné un buen rato y los pelos se me pusieron como escarpias. Algo parecido a lo que sentimos la noche que Michael Jackson murió. Se imaginan, no lo quiera nadie, que un día amanece y, demonios, ¿ha muerto Michael J. Fox?
Piensa, McFly, piensa.