Cuenta conmigo

“Nunca encontré amigos como los que tuve cuando tenía doce años. Dios mío, ¿los tuvo alguien?” La última frase de ‘Cuenta Conmigo’ es un remanente que flota en un bálsamo de emociones ochenteras que siempre llevo a flor de piel. Quizás por eso, cada vez que pillo empezada la película de Rob Reiner en la televisión, siento la placentera obligación de sentarme con la pandilla de Lachance a esperar, a la orilla de un río atemporal, la guitarra de Ben E. King: When the night, has come, and the morning´s back…

Esta vez, cuando los cuatreros cruzan el barranco por las vías del tren, me sorprendí diciendo en voz alta “qué imprudencia”. Acto seguido, como si quisiera corregir mis propias palabras, como si un garfio se hubiera clavado en mi espalda, grité más fuerte: “¡Es lo que yo hubiera hecho!” No sé si ustedes cometieron muchas gamberradas de niños. Nosotros hicimos lo que pudimos. Y sobrevivimos. Tengo la sensación de que los chavales, ahora, lo tienen más difícil para hacer el ganso sin ser tachados de locos, maleducados, bárbaros y maleantes. Demasiadas pantallas.

Sea como sea, ‘Cuenta conmigo’ envejece con maestría. Creo que es el film que mejor explica lo que es ser niño, disfrutar del salvajismo, el concepto de hermano de sangre y, por encima de todo, una maravillosa forma de afrontar los primeros capítulos de su historia. Y esa perfecta imagen de la vida: un camino sinuoso, repleto de atajos y peligros, emociones y aventuras, preguntas y experiencias, para encontrar, sin remedio, la muerte. Sé que suena algo fúnebre pero, si lo piensan, ¿no es un descripción preciosa, valiente?

Parece inevitable que cada vez estemos más cerca de ese Richard Dreyfuss final que escribía, en una pantalla de letras verdes, la frase que nos concilia a todos por igual. Y creo que no. Nadie encuentra amigos como los que tuve con doce años. Y muchos menos tienen la suerte de mantenerlos cerca el resto de sus días. Si van a tirarse a un sucio pantano, cuenten conmigo. Todavía. Pese a que sepa de las sanguijuelas.

Super 8 (I)

Ser un confeso romántico nunca estuvo de moda. Y no me refiero a ser un hortera de medio pelo que suspira con los pétalos de una margarita ni a un erudito hippy que emula las palabras de poetas muertos con esculturas visiblemente incomprensibles. Hablo de todos esos que, al echar la mirada atrás, se emocionan con un recuerdo. De los que dejan que una historia les interpele y les transporte a mundos de otro modo inalcanzables. A todos esos, al fin, que supieron ver la épica, la pasión, el alma y la vida en apellidos poco convencionales: Montecristo, Jones, Walsh, Skywalker.

‘Super 8’ es una declaración de amor a las historias que forjaron a una generación de creyentes. Un ejercicio de fe por y para los niños -y no tan niños- que colocaron su figura de Han Solo en la estantería de su cuarto junto al Imperio Cobra, los jóvenes castores, el cubo de Rubick y los patines Fisher Price. Muchos son los que hoy se vanaglorian de los ochenta, porque los ochenta están de moda. Pero muy pocos pueden presumir de haber sido parte de ese misticismo friki al que ahora miramos con añoranza. Con respeto.

J.J. Abrams nos propone un paseo por escenas a las que nos es imposible mirar con devoción sin rescatar grandes títulos de la época: la tensión de ‘Tiburón’, la humanidad de ‘E.T.’, la fascinación de ‘Encuentros en la Tercera Fase’, la hermandad de ‘Cuenta Conmigo’ o la pasión de ‘Los Goonies’. Todo aderezado con temas musicales del porte de ‘My Sharona’, ‘Don´t Bring Me Down’, ‘Easy’ o ‘Heart of Glass’.

Incluso los protagonistas, un grupo de niños que visten camisetas de colores y zapatillas de deporte -vaya, que no parecen salidos del último anuncio de El Corte Inglés, como los niños del cine moderno; quiero decir, que parecen niños de los que se ensucian y todo. De los que saben ser niños-, recuperan el eclecticismo que permitía a las pandillas sentirse identificadas con sus héroes: no todos son altos, guapos y perfectos. De hecho, llevan aparato, hacen chistes guarros e, incluso, válgame el cielo, hay un gordito -aún no ha habido ninguna protesta formal por el defensor del espectador ya que, como bien sabemos todos, ver a un niño gordito impulsa a los jóvenes a devorar hamburguesas y a tatuarse el logotipo de Mcdonalds en el pecho-.

Por todo esto, ‘Super 8’ debería ser ‘esa’ película que, con solo nombrarla, erizara el vello. Y, sin embargo, algo falla…

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