La gran estafa americana (American Hustle)

El idilio con la mentira nos hace humanos. No se fíen de alguien que afirma decir siempre la verdad porque esa será, matemáticamente, su gran mentira. Mentir es un curioso arte que une culpa y satisfacción. Mentimos para ganar el órdago a grandes en el mus, para ligar con la morena que baila en el centro de la pista y para triunfar en la entrevista de trabajo. Mentimos para huir de los errores, para olvidar el fracaso y para apilar cadáveres en el ascenso a la planta noble. Lo más bello de la mentira, sin embargo, es su caudal abierto de idas y venidas: engañas fuera y engañas dentro. Creer en las mentiras que creamos, una certeza perfecta.

La artimaña de David O. Russell (‘El lado bueno de las cosas’) queda maravillosamente esbozada en la primera escena de ‘La gran estafa americana’: Irving Rosenfeld (Christian Bale, ‘El caballero oscuro’) mira el reflejo de su calva en el espejo; acto seguido, saca un bote de pegamento y procede, minucioso, a tapar el cráneo con un peluquín cincelado a la última moda. Espolvorea laca, retoca con un leve roce de la mano y abre la puerta del hotel, metiendo barriga, como un perfecto ‘sex symbol’.

‘La gran estafa americana’ es un juego de tahúres con cinco reyes en la baraja: Bale, Bradley Cooper (‘Resacón en las vegas’), Amy Adams (‘El hombre de acero’), Jeremy Renner (‘El legado de Bourne’) y Jennifer Lawrence (‘Los juegos del hambre’). Un embrollo en el que dos estafadores se ven obligados a colaborar con el FBI para cerrar una trama de corrupción política en los años 70.

Este es, sin duda, el mejor equipo interpretativo de 2013. Todos bailan de un extremo a otro, de la indiferencia al salvajismo, con suma destreza. Juntos y separados, un enorme derroche de talento. Ahora bien. Esta no es, sin duda, y a mi parecer, la mejor película del año. Sí que cuenta con una primera mitad brillante, pero se desinfla por momentos. Es entretenida, carismática y traviesa, pero no la obra maestra que esperábamos. ‘La gran estafa americana’ está en un escalón claramente inferior al de sus rivales directas, ‘12 años de esclavitud’ y ‘Gravity’.

Russell escribe un poema a la falsedad donde todo apariencia –incluida la arrebatadora sensualidad de Adams y Lawrence– define, sin tapujos, a la gran sociedad moderna.

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El lado bueno de las cosas

Si la locura es un estado irracional de infinitas posibilidades, una por cada ser humano, la terapia adecuada nunca será igual. Locos y raros. Así somos. Orgullosos locos y raros, avergonzados de las cosas que nos hacen únicos. Esos detalles que nos convierten, por derecho, en personas. Personas que en el peor de sus días nublados –esos días en los que amaneces en un manicomio, tu pareja te odia, te echan del trabajo y te enfadas con Hemingway por haber muerto demasiado pronto– buscan el lado bueno de las cosas.

David O. Russell (‘The Fighter’) presenta ‘El lado bueno de las cosas’ (‘Silver Lining Playbooks’), preciosa comedia de pequeñas formas que salta por encima de lo establecido para sorprender al espectador con una grata y colosal experiencia de la mayor y la más incomprensible de las locuras: el amor. No, no es una ñoñería. Nada en la película de Russell es una ñoñería gratuita: ni los diálogos inagotables como redobles de una batería, ni los silencios acompasados por la expresividad de un rostro aguitarrado.

Pat (Bradley Cooper) acaba de descubrir que es bipolar y, por eso, vuelve a casa de sus padres para que le ayuden a superar su reciente separación; claro que su familia tampoco le ayuda mucho ya que su padre, el Señor Pat (Robert De Niro), es el aficionado al deporte más supersticioso del planeta. Agotado por una rutina de literatura clásica y fútbol americano, Pat conoce a Tiffany (Jennifer Lawrence), guapa chalada con tendencia a la promiscuidad sexual y a la autodestrucción que revolucionará por completo su concepto de la normalidad.

La primera mitad de ‘El lado bueno de las cosas’ es apasionante gracias a un montaje infatigable, que deja sin aliento tanto a los actores, soberbios, como al espectador. Es locura en estado puro. La segunda mitad, deliciosa gracias a una entrañable ordenación de las cosas que confluyen en una suerte de ‘Pequeña Miss Sunshine’ que enaltece la épica del mediocre. En ambas partes, Cooper y Lawrence forman un dúo con el que da gusto salir a bailar. Son, por derecho, la película.

El camino, dos horas sentado en la butaca, es la cura y la terapia. ¿El lado bueno de las cosas? Querer verlo.

The Fighter

Con la primera imagen en pantalla, los murmullos en la sala son inevitables: “¿Ése es Christian Bale?” Los títulos de crédito dicen que sí; pero los ojos hundidos, los pómulos puntiagudos, la sonrisa sucia y descompuesta, el pelo ralo, las manos temblorosas y el gesto desenfocado dicen lo contrario. Dos horas después, entenderán que el cambio radical del protagonista de Batman no era gratuito: ‘The Fighter’ es un ensayo sobre la transformación del ser humano, sobre su facilidad para derrumbarse entre adicciones y su infinita capacidad para renacer de sus cenizas.

En las calles de la profunda América de los 80 reina el Rock´n Roll mientras Micky Ward (Mark Wahlberg) entrena a las órdenes de su hermano mayor, Dicky Eklund, legendario boxeador que consiguió noquear al todopoderoso Sugar Ray Leonard. Las mieles de la victoria, años atrás, le llenaron los bolsillos de billetes y le abrieron las puertas del pecado fácil: la droga. Enganchado al crack y a otras sustancias, Eklund vive una nueva oportunidad de reinventarse gracias a los puños de su hermano, que se abren paso, contra todo pronóstico, hacia el ring más importante de sus vidas: el título de campeón.

Pese a que los paralelismos con Rocky son evidentes, David O. Russell (‘Tres Reyes’) dirige un drama contenido que juega a caballo entre el cine y el documental, con un ritmo sosegado y un análisis permanente de las familias marginales de los EEUU (no pierdan de vista a las nueve hermanas de los protagonistas; madre del amor hermoso, qué grima). Sin embargo, aunque Walhberg fiche como líder del reparto, la cinta gana enteros con la presencia de Bale en pantalla. Su interpretación, quizás su trabajo más conseguido en una imponente carrera, es tan magnética y real que otorga los auténticos picos de calidad a la película.

Al igual que en un combate de boxeo el luchador contiene sus fuerzas para dar el golpe de gracia, el film de Russell procura pillar al espectador con la guardia baja. Algo que hará que el espectador vibre con los últimos minutos de la proyección, pero que también favorecerá una cierta pesadez a lo largo del metraje. En cualquier caso, ver a Christian Bale merece el desgaste físico.

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