Entre la evasión y la victoria

Es cierto que hay cosas más importantes que el fútbol o el deporte. Más urgentes. Pero nadie puede controlar sus emociones. Y de eso se trata todo esto: sentir, vibrar, saltar y gritar después de una mano milagrosa que se estira con el aliento contenido de millones de españoles. De aullar al techo y buscar el abrazo, el contacto humano, el instante impreciso, desdibujado y perfecto en el que expulsamos los malos espíritus con un golpe de energía. Un orgasmo público, unísono y destapado que dura unos segundos y se recuerda toda la vida.

El cine ha retratado en infinidad de escenas el poderoso magnetismo del deporte y su capacidad de revolucionar la sociedad. Desde ‘Invictus’ hasta ‘El secreto de sus ojos’, pasando por ‘Rocky’, ‘Moneyball’ e incluso ‘Somos los mejores’ o ‘Space Jam’. Pero, no sé por qué, esta Eurocopa me evoca al espíritu de ‘Evasión o Victoria’.

Los de Casillas son prisioneros de su propio éxito. Héroes de otras guerras bien libradas, guiados por un entrenador asfixiado por los consejos, advertencias y sapiencias malintencionadas de un país entero. Todos obligados a protagonizar una huida adelante, una escapatoria que pasa por la épica, el esfuerzo y un sufrimiento que sobrepasa las gradas del enemigo.

Mañana, cuando vuelvan las crisis, las primas y la madre que las parió, quedará una sensación que no da fruto, que no arregla la economía, que no borra el paro ni los recortes. Pero, seguramente, sea un pequeño, nimio e insignificante soplo de aire fresco al mirar la cuenta corriente. O al enviar cien currículums. O al comprar el pan… Al final, todos estamos entre la evasión y la victoria.

Moneyball (I)

El ‘Universo’ es mi equipo de baloncesto. Sí, lo sé, es un nombre glorioso. Jugamos los fines de semana y entrenamos martes y jueves. El final de la temporada pasada fue espectacular: a pocos minutos para terminar el último partido, hilamos una talentosa jugada que terminó en canasta, otorgando al banquillo el derecho a saltar de euforia. Recuerdo muy bien aquella canasta porque no metimos muchas más. Perdimos aquel partido. Y el resto. No ganamos ni uno solo. Y, sin embargo, fuimos la envidia de la cancha. ¿Por qué? Por puro carisma.

¿Saben esa película de Disney en la que hay un niño que llega a un nuevo colegio, se mete en un equipo abocado al fracaso, se pelea en casa porque sus padres no se quieren, pierde los primeros partidos, descubre que gracias a su simpatía y buen rollo puede ganar -probablemente con coreografía y música ritmosa-, empieza a ganar, juega la final del campeonato estatal con sus padres sentados en las gradas cogidos de la mano y, sorpresa, el equipo se alza campeón? Bien. ‘Moneyball’ no es esa película.

Acostumbrados a que el género deportivo nos haga disfrutar con la épica del último regate, de una escena a cámara lenta, de una patada de la grulla, la película de Benett Miller (‘Capote’) es fría en el campo. Gélida, incluso. ‘Moneyball’ arriesga el ‘touchdown’ en taquilla que supondría ver a Brad Pitt marcando el gol por una historia que recrea las mismas sensaciones, la misma épica, sobreponiendo la mente al cuerpo. Transformando al deporte y al deportista en una estrategia de tablero, científica y matemática, en las antípodas de Disney.

Podríamos estar horas hablando de la excelente ‘Moneyball’. Pero mi primera reflexión en voz alta fue para mi equipo. El Universo. Y para todos los que disfrutamos del deporte y creemos en la magia, en el reto, en la superación. Puede que seamos todos unos ingenuos, víctimas de otros equipos con más “dinero”. Ahora, no se hacen una idea de lo mucho que disfrutamos en el campo. Con la cabeza bien alta. Carismáticos. Y así, poco a poco, tampoco nos va mal. Incluso ganamos.

Grada, garganta y alma

Al despertar tenía la imperiosa necesidad de ponerme algo rojo. Y blanco. Mi única opción, más allá de la sudada y llorada del ‘Sí, podemos’, era una camiseta muy estilosa en la que se pueden leer dieciséis ‘na’ seguidos de un ‘¡Batman!’ Así soy yo, después de todo, un vecino más que se montó en el carro cuando ya estaba subiendo la cuesta. No uno de esos poderosos forofos del Granada CF, históricos y estoicos, que tienen un armario repleto de emblemas de la casa. De ilusiones cumplidas.

Salí a trabajar con sueño. La madrugada del sábado al domingo había sido larga y la resaca de cánticos aún picaba en mi cabeza. Por la noche no pudimos ir a la Fuente de las Batallas -con el resto de la ciudad- y nos tuvimos que conformar con recibir las fotos que llegaban a la redacción. Espectaculares. A las diez de la mañana, sin embargo, la plaza está impoluta. Con una belleza distinta, pero igualmente preciosa.

Un tipo, coloreado de rojiblanco, lee el periódico IDEAL sentado en un banco, bajo un sol de Primera. Al pasar a su lado se me escapa esa sonrisilla que tenemos la mayoría de los periodistas, fruto de grandes dosis de orgullo y de afán de protagonismo. “Yo estaba allí cuando la rotativa daba vueltas”, pensé. Casualidades del destino, el amigo tenía abierta la cartelera de cine. “Joder”, dije. Me acababa de dar cuentas de que era el primer fin de semana en mucho tiempo que no veía ni una película. También era, me percaté, el primer fin de semana en mucho tiempo en el que me sentía parte de una película.

No era el protagonista, ni siquiera un secundario. Me sentí como uno de los extras que, con suerte, se ven gritar al fondo de una enorme turba en la escena del discurso épico antes de la batalla. Pero allí estaba. Gritando. El filme no tiene desperdicio: un guion escrito con mimo, con promesas esperanzadoras en el primer tercio y crisis angustiosas antes de un clímax arrebatador. Y el público jadeando: “Soy tu grada…soy tu garganta…soy tu alma”

Es inevitable recuperar a Morgan Freeman, ataviado de Mandela, susurrando aquello de “soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma” en ‘Invictus’. Lo repito una y otra vez, como un mantra, para entender lo que sucede en hoy en la ciudad. Para comprender el lazo invisible que hoy nos hace sentir hijos de una misma tierra.

'Seve' en sus ojos

El sábado por la mañana, antes de llegar a la redacción, hablé con mi padre. Bueno, él habló conmigo -a esas horas no soy capaz de articular palabra-. Sus ojos tenían una expresión extraña. La carga emotiva, brillante, del que se empeña en no llorar. Se acostó tarde, escuchando la radio, y tenía un mensaje entrecortado por puntos de amargura: “Hoy. Posiblemente. Se muera el más grande. Severiano Ballesteros. El hombre que me descubrió el golf. Si pasa. Tratadlo como se merece”. Y pasó.

Tonterías de la vida moderna, cuando llegué a la redacción y vi la portada de ideal.es, lo primero que hice fue escribir en Twitter un mensaje de pésame a mi padre: “Lo siento papá, Seve ha muerto”. Un mensaje que él no iba a leer, pero que condensaba la auténtica sensación que yo tenía. La que tantos pudimos tener esa mañana.

No sigo el golf. Conozco los nombres que a veces suenan en la tele y, la verdad, tampoco me llama la atención como deporte para practicar. Tampoco vi nunca una victoria de Seve ni perdí horas de sueño para ver el partido que coronaría a Europa sobre Estados Unidos. Y, sin embargo, les juro que sentí la pérdida. Puede que por la bravura con la que desafío al malnacido cáncer de los cojones, por su tremendo carisma o porque encarna una de esas historias maravillosas con protagonistas humildes que alcanzan la más grande de las cimas.

O, quizás, fue por la pasión. No me quito de la cabeza el monólogo del genial Guillermo Francella en ‘El Secreto de sus Ojos’ (Juan José Campanella, 2009): “Las pasiones, amigo. Las pasiones nos definen para bien y para mal”, decía para descubrir la importancia del fútbol en el caso. La pasión de Seve contagió a mi padre. La pasión de mi padre me contagió a mí. ¿Qué no hará la pasión de millones de personas en todo el mundo? No nos definen las aficiones; somos golpes de pasión.

Una llamada a la épica

El trabajo de periodista es complicado. De encontrar y de realizar. Pero, amigos, es, posiblemente, el trabajo más bonito del mundo. Y lo es porque cada día es sorprendente, siempre con una historia nueva que contar. Hasta la fecha, el campo que menos he tocado es el deportivo. Supongo que por aquello de que nunca tuve mucha idea y, aunque no se me da mal hablar por hablar, hay gente que lo hace mejor. Bien es cierto que carecía de esa pasión que define a este sub-gremio. Caramba, no se imaginan los acalorados debates que protagonizan en la redacción cuando discuten sobre el último partido de liga. Pero hay cosas que cambian.

Tal vez por el hecho de estar tan rutinariamente apegado a la actualidad –en todos sus ámbitos- ha terminado por germinar en mi interior una semilla que antes solía pasar desapercibida. Ahora comprendo la épica del deporte y vivo, sin saber por qué, la euforia de ganar y la impotencia de perder.

En la redacción de ideal.es decidimos que había que apoyar a uno de los equipos andaluces que, después de demasiados años, vuelve a otear la Segunda División. El Granada CF vive precisamente hoy el inicio de esa ‘oportunidad’ de la que nos sentimos tan partícipes.

Una cosa llevo a la otra y decidimos montar un vídeo de apoyo al equipo con las mejores fotos de la temporada y el discurso de William Wallace en ‘Braveheart’. Una frikada de la casa que, efectivamente, expuso esa épica tan maravillosa que convierte a un buen partido en la más pacífica de las metáforas de la guerra. “¿Dentro de muchos años no querrías una oportunidad, ¡una sola oportunidad!, de venir aquí y matar a nuestros enemigos?” El deporte, a veces, tiene mucho cine.

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