Los jueves, al caer la noche, jugamos al baloncesto. Los focos de nuestro antiguo colegio alumbran una cancha sin techo, aislada de toda opción de realidad. Alrededor de la canasta el mundo gira a ritmo de rutina; a sus pies, se libra la más importante de todas las batallas. Más allá de la línea de tres, la sociedad nos califica de jóvenes altamente cualificados, racionales. Pero basta el eco del balón estallando en el tablero para avivar la pasión. Para desmenuzarnos como personas y olvidar que hay vida más allá del partido. El lazo invisible que une los pasos de todo el equipo hace que morir por el otro no sea una opción. Es una decisión. Cada canasta nos acerca al Vallhalla, a un éxtasis universal que nos honrará como ganadores. Y, en la derrota, un orgullo elitista nos ayudará a sobrevivir otra semana: “Al menos, yo estuve allí”.
¿Qué tiene el deporte? ¿Por qué nos confiere ese poder tan absolutamente irracional de sentirnos poderosos, de sentirnos protagonistas del mundo? Ninguna actividad del ser humano genera tanta empatía como el deporte. Nos hermanamos con una sonrisa cuando el otro dice “yo también soy del Madrid”. ¿Recuerdan? Minuto 33. 29 de junio de 2008. Fernando Torres mete gol y España se desata en vítores. Las grandes avenidas se llenaron de rojo, nunca vimos tantas banderas en la calle. La marea nos hizo fervientes creyentes de que merecía la pena ser español. Y, por primera vez, el canto en las gradas clamaba un amor patrio. “¡Yo soy español, español, español!”
‘Invictus’ habla de la inspiración y su capacidad para cambiar el mundo. Habla de la épica que nos empuja a seguir corriendo cuando perdemos de goleada. Habla de la necesidad de sentirnos parte de un ejército y de luchar batallas, de armarnos de voluntad y marchar a la guerra. La única guerra que no matará ni humillará, pero que nos permitirá vivir la épica de superar el desafío. La única guerra que se enorgullece cuanto más grande, más fuerte y más peligroso es el contrincante. La que más une.
Imagínense rodeados de sus hermanos, cargando hombro con hombro, antes del partido. Se miran a los ojos, generan confianza, buscan unas manos en las que depositar su vida. Y, entonces, una voz sosegada se clava en sus entrañas: “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma”… ¿Cómo no aullar, cómo no gritar “cuenta conmigo”? Ningún deportista debería olvidar su inmenso poder para inspirar.