Blackthorn (II)

El último fotograma de ‘Dos hombres y un destino’ (George Roy Hill, 1969) congelaba las vidas de Butch Cassidy (Paul Newman) y Sundance Kid (Robert Redford) a una eternidad en blanco y negro. Inmortales para el cine, la imaginación colectiva les concedió una muerte con todos los honores, épica y trascendental. Una poderosa metáfora visual para describir lo que es y lo que supone la amistad.

Cuarenta y dos años más tarde, Mateo gil (‘Nadie conoce a Nadie’, ‘Ágora’ -guionista-) rinde un sentido homenaje a lo que tal vez fue y nunca sabremos. Según ciertos rumores, Butch y Sundance -dos bandidos históricos- sobrevivieron al tiroteo de Bolivia, consiguieron escapar y pasaron sus últimos años en Suramérica. Pero claro, ya que sus nombres estaban pegados bajo enormes carteles de ‘Se Busca’, utilizaron identidades secretas. James Blackthorn sería el otro Butch Cassidy; y la película de Mateo Gil, su otra historia.

El cine español guarda pequeños destellos que, por lo visto, hay que subrayar con sangre para que el gran público se cerciore. ‘Blackthorn’ es uno de los grandes estrenos del verano -quizás del año-, un ejercicio alquímico para resucitar el western más palpable, estético y cinematográfico. Un relato sostenido por un guion que parece escrito por el mismísimo Cassidy, una dirección brillante y un equipo artístico tan mágico como la triada más temible del lejano Hollywood. Sam Shepard y Nikolaj Coster-Waldau (Jaime Lannister en ‘Juego de Tronos’) bordan la estela de Paul Newman, y Eduardo Noriega y Stephen Rea espléndidos en la segunda línea del tiroteo.

Sin complejos. Sin envidias. ‘Blackthorn’ planta cara a la mismísima ‘Valor de Ley’ a lo largo de sus 90 minutos de puro talento. Es un ensayo sobre la soledad, la muerte, el olvido y, por supuesto, la amistad. Al terminar, con el sabor a whisky, el aroma del desierto y el borboteo de la sangre aún presentes, sabrán que las leyendas no se congelan, que siempre que haya dos hombres, habrá un destino por el que cabalgar.

Mateo Gil, bravo.

Llamada a la paz

Cada generación nace con sus propios traumas. ETA ha sido el nuestro. Nuestro miedo. Un miedo invisible, pero constante. Hemos huido como Robert Redford y Paul Newman de sus asaltantes en ‘Dos hombres y un destino’, sabiendo que los cazarrecompensas estaban detrás de la colina, pero siempre lejos, siempre intocables. Las balas han ido en una única dirección mientras nosotros sólo desenfundamos manos blancas al cielo, pidiendo al creador que este sinsentido llegara algún día a los títulos de crédito.

Cada gatillo apretado, cada amenaza, aparecía como una de esas notas que le recordaban a Guy Pearce dónde había estado la noche anterior. Un ‘Memento’ desagradable que despertaba a la ignorancia de un letargo inexistente. Las fotos de jóvenes radicales inscritos en universidades por toda España nos han hecho leer de reojo apellidos que no portaban ningún odio. No eran cylons ni replicantes. Tan injusto.

Aún resuena el escalofriante monólogo de Liam Neeson en ‘Cinco minutos de gloria’, película que relata el encuentro entre un ex terrorista del Ira y el niño que vio cómo asesinaban a su hermano, en Irlanda: “Matar a un católico era lo justo, lo adecuado, lo que había que hacer. Y por eso era fácil”. Neeson encarna la posibilidad de la redención, del cambio. De alguien que fue educado en unos valores arraigados e intransigentes y que consiguió superar la ceguera.

Hoy me siento un poco más cercano a Tim Robbins en ‘Cadena Perpetua’. El túnel que escarbamos en un rincón oscuro de la celda está a punto de ver la luz, de llevarnos lejos de los barrotes y de la esclavitud del titular. Lejos de la institucionalización. Me apetece bailar como Roberto Benigni en ‘La vida es bella’, feliz ante una muerte segura al ver que su hijo, su herencia, no sufrirá las consecuencias de su guerra.

“Eta anuncia un alto el fuego”. Si esto es un camelo, una quimera, un mundo programado por un ‘Matrix’ caprichoso y malintencionado, no me desenchufen todavía. Déjenme creer un poco más.