Como el niño de E.T.

Ser niño es una aventura constante, una oportunidad temporal y una obligación eterna. Lo más bonito de la cabalgata de Reyes siempre sucede fuera del escenario, ¿verdad? Esos ojos abiertos como diafragmas impactados por un recuerdo instantáneo; esas bocas admiradas que no superan la onomatopeya; esos brazos abiertos, alzados, bien desplegados, llamando la atención del sueño que se esconde en lo profundo de las carrozas.

Niños, tenéis un trabajo muy complicado y francamente exigente. Cualquier adulto estará pendiente de vosotros para sacar conclusiones de vuestros ruidos, balbuceos y palabras impronunciadas. Sois pasto de mayores con la lengua fuera, asalto de mofletes, cucharas que vuelan y entonaciones supermegabonitiquísimasdelamuerte si, por algún casual, os da por reír. Incluso vuestra caca, apilada y apestosa, puede ser motivo de gracietas y sonidos entrañables –algo que debéis disfrutar, durará poco y, con los años, os mirarán mal si hacéis chistes escatológicos; otro día os explico qué significa escatológico–.

Pero niños, por encima de todo, tenéis la obligación de ser ingenuos, creer en la magia y jugar. Siempre jugar. Jugar a crear, a imaginar, a volar, a soñar, a inventar, a revolucionar los límites físicos de nuestra realidad. No dejéis que la televisión os robe una buena partida al escondite o un poli y cacos. No dejéis que vuestros juguetes se conviertan en modas pasajeras ni en exigencias del mercado. Niños, sed raros. Tan raros como podáis. Raros y especiales. Sed los que ven al dragón volando entre las nubes y a la nave espacial confundida entre estrellas fugaces.

Naves como la de E.T., el extraterrestre. Una película que fue rodada hace 30 años, en 1982, pero que no os debéis perder. Puede que el bicho, el alienígena, os dé miedo al principio. Puede, incluso, que os pongáis tristes cuando caiga enfermo. Por eso debéis concentraros en él, el niño de E.T., el pequeño zagal que protagoniza la historia y conquista el universo gracias a su imaginación. Sed raros, especiales y creativos, como el niño de E.T.; como Eliot.

Super 8 (I)

Ser un confeso romántico nunca estuvo de moda. Y no me refiero a ser un hortera de medio pelo que suspira con los pétalos de una margarita ni a un erudito hippy que emula las palabras de poetas muertos con esculturas visiblemente incomprensibles. Hablo de todos esos que, al echar la mirada atrás, se emocionan con un recuerdo. De los que dejan que una historia les interpele y les transporte a mundos de otro modo inalcanzables. A todos esos, al fin, que supieron ver la épica, la pasión, el alma y la vida en apellidos poco convencionales: Montecristo, Jones, Walsh, Skywalker.

‘Super 8’ es una declaración de amor a las historias que forjaron a una generación de creyentes. Un ejercicio de fe por y para los niños -y no tan niños- que colocaron su figura de Han Solo en la estantería de su cuarto junto al Imperio Cobra, los jóvenes castores, el cubo de Rubick y los patines Fisher Price. Muchos son los que hoy se vanaglorian de los ochenta, porque los ochenta están de moda. Pero muy pocos pueden presumir de haber sido parte de ese misticismo friki al que ahora miramos con añoranza. Con respeto.

J.J. Abrams nos propone un paseo por escenas a las que nos es imposible mirar con devoción sin rescatar grandes títulos de la época: la tensión de ‘Tiburón’, la humanidad de ‘E.T.’, la fascinación de ‘Encuentros en la Tercera Fase’, la hermandad de ‘Cuenta Conmigo’ o la pasión de ‘Los Goonies’. Todo aderezado con temas musicales del porte de ‘My Sharona’, ‘Don´t Bring Me Down’, ‘Easy’ o ‘Heart of Glass’.

Incluso los protagonistas, un grupo de niños que visten camisetas de colores y zapatillas de deporte -vaya, que no parecen salidos del último anuncio de El Corte Inglés, como los niños del cine moderno; quiero decir, que parecen niños de los que se ensucian y todo. De los que saben ser niños-, recuperan el eclecticismo que permitía a las pandillas sentirse identificadas con sus héroes: no todos son altos, guapos y perfectos. De hecho, llevan aparato, hacen chistes guarros e, incluso, válgame el cielo, hay un gordito -aún no ha habido ninguna protesta formal por el defensor del espectador ya que, como bien sabemos todos, ver a un niño gordito impulsa a los jóvenes a devorar hamburguesas y a tatuarse el logotipo de Mcdonalds en el pecho-.

Por todo esto, ‘Super 8’ debería ser ‘esa’ película que, con solo nombrarla, erizara el vello. Y, sin embargo, algo falla…

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