Cuando terminó sus estudios en la universidad no se lo podía creer. Pleno y arrogante, el mundo se antojaba la mesa sobre la que disfrutar un banquete de dioses. En la mente le rebosaban los conocimientos adquiridos, los consejos recibidos y las ambiciones soñadas durante los mejores años de su vida. Puede que el aire que se respiraba en las calles, por aquel entonces, fuera turbio y poco prometedor. Pero él se sentía capaz de cambiar el mundo. La informática, después de todo, era la herramienta del futuro, la clave para hacerse oír en todo el mundo.
Un par de años después, una terrible bofetada le arrancó de cuajo las esperanzas y le puso los pies en el suelo: hay que comer. Él y toda su familia, que se ponía en sus manos. Las manos de un aprendiz de 26 años con todo por hacer. La programación y la creación de nuevas redes de comunicación tendrían que esperar. Negoció con amigos y vecinos hasta que consiguió hacerse con un carro con el que poder vender fruta en la plaza más grande de la ciudad. Un honrado modo de llevar dinero a casa, lejos de sus sueños, pero cerca del estómago de los suyos.
Y así fue hasta que el universo le dio la segunda y última bofetada que estaba dispuesto a aguantar: dos agentes de policía le retiran el carro, la fruta, le humillan y le hacen besar el suelo. No puede más. Mohamed Bouazizi, el joven llamado a conquistar lejanos reinos, cae derrotado por la más puta realidad: el mundo es un asco. Su cuerpo, cubierto en llamas frente a una comisaría, iniciaría la revolución: Túnez, Egipto, Marruecos, Europa, Estados Unidos… El aleteo de Bouazizi lo cambió todo.
Alejandro González Iñárritu dirigió en 2006 ‘Babel’, una película que viajaba por todo el planeta para demostrar que el eco de una bala resuena, de una manera u otra, al otro lado del océano. Quizás, el título que hoy merecería la pena rescatar de su videoclub para visionar con una idea clave en la cabeza: no miren la barba, los ojos, el color de piel, sus crucifijos o los puntos en la frente; pónganse en su lugar, son personas.