Mi escena favorita de ‘El Imperio del Sol’ (1987) empieza con Jamie, el pequeño Christian Bale, corriendo por el campo de concentración japonés, cambiando un tesoro tras otro hasta sentarse frente a John Malkovich, un superviviente nato que le da la clave para vivir un día más. Jamie imagina que vuela, que pilota un avión de caza, un Cadillac del cielo, que sus piernas son alas metálicas que truenan por encima de las nubes. Pero, sin duda, uno de los momentos clave de la película de Spielberg es cuando el niño confiesa a un grupo de soldados, entre gritos, que acababa de ver la luz de Dios, la bomba atómica. E insiste: “¡Yo estuve allí!, ¡yo estuve allí!”
Una frase sencilla de la que todos querríamos sentirnos parte. Convertirte en testigo de la Historia es un tesoro impagable que no se puede cambiar ni comprar, tan solo envidiar o compadecer. Tres palabras que cierran toda discusión basada en creencias, rumores y pamplinas: Yo estuve allí, no hay más.
El Cine ha creado infinidad de personajes que podrían decir “yo estuve allí”. Uno de los más significativos, carismáticos y, quizás, queridos, es Forrest Gump. Precisamente en él pensaba cuando terminé de leer ‘El abuelo que saltó por la ventana y se largó’, de Jonas Jonasson. El protagonista de la novela (que ya tiene anunciada su versión en gran pantalla), Allan Karlsson, un anciano que celebra su cien cumpleaños, corre un sinfín de episodios a lo largo del Siglo XX que decidirán el rumbo de la humanidad. Y así, una vez tras otra, le escucharemos decir “yo estuve allí”.
Lo que me fascina de todos estos personajes, viajeros nómadas, es que todos, sin excepción, consiguen una felicidad perdurable en el tiempo, sin importar el espacio. Ya sea en una prisión, en un gulag, perdido en una ciudad devastada o en mitad de la guerra. Todos miran al frente y avanzan, sin lamentar, sin llorar. Sólo despliegan las alas y corren como si fueran aviones. Y pienso que, tal vez, ése sea el secreto para ser testigo de la Historia: disfrutar del viaje.