Corría el año 2005. Dos amigos comentaban las ganas que tenían de ver la segunda parte de ‘El Caso Bourne’. Yo, atrevido ignorante, me entrometo para decir, orgulloso, que no la he visto y que tal vez algún día lo haga. “Es la clásica película de videoclub, como mucho”, recalco. Los dos me miraron con el ceño fruncido y contestaron algo que todavía trato de digerir: “Uff, cómo te vas a tragar tus palabras”.
Dos años más tarde fui el primero en la cola de la taquilla, a las 16:30 horas, para ver con ansia el cierre de la saga: ‘El ultimátum de Bourne’. Sin duda, una de las trilogías más interesantes de los últimos años y una muestra de que es posible un cine de acción de calidad.
Y precisamente ahí reside el éxito de Bourne: en la combinación perfecta de suspense y acción. Por un lado, el guion inspirado en los relatos de Robert Ludlum y aderezado con la maestría de Tony Gilroy, engancha desde el primer minuto gracias a uno de los papeles más emblemáticos de Matt Damon. Jason Bourne es un personaje redondo que evoluciona entrega a entrega, en una enriquecedora búsqueda de identidad.
Al otro lado, los golpes. No quisiera lanzar un comentario poco meditado, pero creo que podemos afirmar que la saga Bourne goza de uno de los mejores tratamientos de la acción de la década. Esas peleas rodadas en espacios diminutos, paredes silenciosas convertidas en auténticos rings de boxeo, sin más acompañamiento que el sonido de los puños chocando con la piel, de la madera crujiendo, de los cristales cayendo. Persecuciones por tejados, circuitos inaccesibles en los que la cámara se convierte en un ojo imposible que vigila, sin tratamientos digitales, cada salto, cada giro, cada aliento que agota la escena.
El apartado técnico lo completa una excelente banda sonora, con uno de los temas más emblemáticos de Moby como guía orquestal de la escena final, previa a los créditos.