Mientras Rajoy arengaba a las tropas en el Debate del Estado de la Nación, una persona perdió su empleo. No un cualquiera sin importancia. No: una persona. Sí, esa que tienen a su lado y que hoy vuelve a la calle a hincar el diente a la yugular que se preste. Y mientras Rubalcaba lanzaba el guante y reclamaba poder, otra persona seguía buscando un empleo. No un cualquiera sin importancia. No: otra persona, igual que la primera, con una angustia repartida en partes iguales.
Ambas personas, tan importantes como cualquiera, encendieron la tele, vieron a los políticos departir y clamaron al cielo: «¿De verdad os importa lo que nos pasa? ¿Por qué nos sentimos desamparados, ignorados, anulados y oprimidos?»
Abandoné el debate y busqué ‘El vendedor de humo’, película realizado por la escuela valenciana ‘PrimerFrame’ y ganador del Goya a mejor cortometraje de animación. Disfruté los seis minutos con una media sonrisa, tan sincera como ácida. Supongo que, de alguna manera, era lo que nos querían contar. En el corto, un tipo de aspecto reluciente se sube a un atril a darle a los vecinos de un pequeño pueblo todo lo que le pidan: ¿ropa, lujos, oro? ¡lo que sea!
El tipo, siempre sonriente, ofrece a sus espectadores una ilusión. Un espejismo que les despista, les hipnotiza y, finalmente, les aturulla con su propia e irreal riqueza. Humo. El tipo vende humo. Humo como el que se respira en los pasillos de gente bien. Humo como el que sale de los caros puros que ahuyentan los pasillos del Congreso. Humo como el que nubla la visión y la vocación de todas las personas importantes. Humo como el que se vende, barato, entre debate y debate.
Imaginen un ventilador enorme. Uno muy grande, descomunal. Un ventilador que empuja el aire y destruye el humo en pequeñas e insignificantes virutas del pasado. Eso debemos ser: un torbellino.