El final de noviembre

HOY termina noviembre y empiezan los catarros. No sé ustedes, a mí se me da muy bien pillar un resfriado tonto en esta época del año. Creo que es una costumbre adquirida de aquellas mañanas asido al brasero, con el moco tendido y el BETA sustituyendo las horas de clase por películas imperecederas.

Siempre me resultó fascinante el romance que se crea entre el alumno enfermo y las historias que sirven de pizarra. Es como en ‘La Princesa Prometida’ (que, por cierto, ayer descubrí que Saul –Mandy Patinkin–, uno de los protagonistas de Homeland, es Íñigo Montoya), cuando fisgoneábamos en el cuento que el abuelo leía al nieto y nos convertíamos en parte vital de la aventura.

Fue el lunes, creo, cuando se anunció que Disney planea un remake de una de esas películas que mi cuerpo asocia con gripe, brasero y videoclub: ‘El vuelo del navegante’. ¿La recuerdan? El director será, precisamente, Colin Trevorrow (‘Safety Not guaranteed’), al que hace poco asociábamos a un «proyecto secreto de Disney» que, ingenuamente, confundimos con el Episodio VII de Star Wars.

Un tipo muy sabio me dijo una vez: «Las películas importantes de mi vida no son las mejores, son las que relaciono, casi sin querer, con recuerdos personales; instantes de mi vida real».

Buen aforismo para justificar la relevancia de ‘La Princesa Prometida’ o ‘El vuelo del navegante’ en nuestra educación. Y en aquellos días de caldos, termómetros y cómics apilados.

Día perfecto, este final de noviembre, para arroparse con la mesa camilla y ver en calidad Blu-Ray los recuerdos raídos en una caja de cartón; para disfrutar del olor de las castañas, para revisar los compromisos del año.

Para compartir historias.

Nacer, siempre nacer con una nueva banda sonora.

El vuelo del navegante

Lo de la vuelta al colegio se ha convertido en un evento ajeno. Supongo que se harán cargo. Ya no me preocupan los libros, las mochilas, el chándal ni el volver a empezar, otra vez. Pero el colegio es, quizás, el lugar común por excelencia. Estoy seguro de que si hacen un minúsculo ejercicio de memoria, los recuerdos crecerán sin control, como el niño que recita sin frenos la tabla de multiplicar del tres.

Por alguna extraña sinestesia fílmica, el regreso al aula me sabe a ‘El vuelo del navegante’, una película de Disney de 1986. La verdad es que no recuerdo que nos la pusieran en clase, una de aquellas tardes lluviosas en las que en el patio se hacía impensable y Don Diego nos enclaustraba en la sala de proyecciones con una televisión para cien niños que, hoy, pasaría por diminuta. Pero al igual que la Universidad me sabe a tostada de jamón y queso, o los Beattles a viaje en el viejo Renault al pueblo de mi padre, pensar en los primeros años de clase tiene un regustillo a dicha cinta.

No sé si la recuerdan. David era un muchacho que sale a jugar por el parque. Se da un golpe en la cabeza y se desmaya. Al despertar, han pasado ocho años y todo el mundo le daba por desaparecido. Una división de la NASA se interesa en su caso ya que están convencidos de que ha sido abducido. Lo que, por cierto, era verdad. El pequeño héroe termina haciéndose con el control de una nave con personalidad y de dos pequeños monstruos que le acompañarán en su huida.

Nada más subirse a la nave con forma de ostra, el chico se sienta en los mandos. Desorientado, clama al cielo: “¡¿qué se supone que debo hacer?! ¡¡Sólo soy un niño!!” Casi sin tiempo para respirar, la máquina responde tajante: “No, tú eres el navegante”. Un movimiento de su mano y las estrellas se hacen cercanas. Otra pasada y bajaba rápido como el rayo para surcar el oleaje del océano…

Bien visto, supongo que como todos esos niños que lloran con la vuelta a clase yo también esperaba una voz que me dijera que yo, en realidad, era mucho más que un alumno. Que un estudiante. Era el único, el libre y todopoderoso ‘navegante’.