Mono de elecciones

 

Puesto que las páginas que tienen entre sus manos están repletas de información sesuda, seria y analítica de los resultados electorales –porcentajes que desconozco mientras escribo estas líneas, por cierto–, me animo a reflexionar, por mi cuenta, del evento que más gracia me ha hecho del insigne 20N: «Roban un mono de un circo». El hecho, en sí, pese a que a sus dueños no les haga ni puñetera chispa, me provoca una simpatía irracional y chabacana.

 

Claro, mi primer pensamiento fue: ¿Y si el mono aparece en una mesa electoral? O, mejor: ¿Y si los indignados lo suben a una fuente y lo sacrifican por la causa en la plaza del ayuntamiento? Luego recordé el ya clásico del humor bajuno –que me encanta–, ‘Resacón en las Vegas’. Esos tres tipos borrachuzos liderados por un inenarrable Galifaniakis infiltrándose en un circo para ampliar la tropa con un animal que es un chiste en sí mismo.

 

Entre tanta tontería, mi mente perdió, a lo Bruce Willis, el norte con los monos. Fui consciente, entonces, de que la historia era francamente parecida al romance de Ross, el de Friends, con aquel mono que terminaba siendo actor en una película de Jean Cleaude Van Damme. Y ya, por terminar con el viaje psicotrópico de las monerías, temí que el bicho tuviera la mala uva del protagonista de ‘Estallido’ y nos infectara a todos con un virus mortal.

 

No sé si lo del mono les resulta gracioso. Pero por darle un tono culto al asunto y al 21N, les dejo tres citas: «Los políticos y los pañales se deben cambiar a menudo… y ambos por las mismas razones» (George Bernard Shaw); «Hubo un tiempo en que un mono podría recorrer España saltando de un tonto a otro» (Pérez-Reverte). Y la última: «Las mayorías absolutas no son muy monas» (un servidor).

¡Votad malditos!

Creo que he reutilizado este párrafo en las últimas tres jornadas electorales. Hoy, sigue vigente: En mi primer año como estudiante de Periodismo había elecciones. Yo, como casi todos los recién salidos de un instituto -para qué lo vamos a negar-, era un inconsciente. Ni entendía de ideas ni las tenía. De hecho, creía que demostraba ser un héroe romántico y un rebelde carismático presumiendo de que no iba a votar. “Bah, eso no va conmigo”, decía. Dio la casualidad de que uno de nuestros profesores de relaciones institucionales era también político. Al escuchar uno de nuestros diálogos de indiferencia pidió la palabra. Y, justo cuando todos esperábamos un aburrido y partidista monólogo electoral, retó nuestro pasotismo con una inspiradora pregunta: “¿Sabéis cuánta gente ha muerto, cuánto se ha sufrido, para que vosotros podáis votar?”

No sé si los candidatos han conseguido importar, pero sí sé que se ha hablado de ellos hasta en la sopa. Estaba en un bar, tomando unas cañas, antes de entrar al cine, cuando una turba de jóvenes imberbes se sentó en la mesa de al lado. Hablaban de todo un poco y, como era de esperar, terminó saliendo “lo de votar”. El sentimiento, en general, era de un descontento patente -“todo está hecho mierda”- y de una impotencia rabiosa -“tampoco harán nada por mejorar”-. Y la conclusión a esa ingente marea de sensaciones encontradas en un mundo para el que son pequeños aprendices fue absolutamente consensuada: “para esto, no voto”.

Al final, como en todo, la clave está en la educación. Me pregunto si estamos transmitiendo, desde que son unos renacuajos, lo que significa votar. No me refiero a simpatizar con un partido u otro, con unos ideales. Me refiero al mismísimo hecho de ir a la urna. Sé que lo maravilloso del asunto es que hemos ganado la libertad suprema de elegir votar o no votar. Eso va con la democracia. Pero habría que hacer mucho hincapié, muchísimo, en lo que los padres de nuestros padres y antes los padres de sus padres lucharon para que, un domingo de noviembre, usted y yo salgamos a la calle sin que nadie nos mire de reojo, nos juzgue, nos reprenda, nos obligue, nos coarte, nos aterrorice, nos humille.

A mi modo de ver, la mejor manera de mostrar la indignación de la que habla Stephane Hessel -al final es la idea que ha guiado los últimos meses en España y en el mundo- es votando. Y, por seguir su particular estilo de interpelar, me permiten las admiraciones y el uso del enfático:

¡¡Votad malditos!!

Debate, que algo queda

Tengo un problema. Cada vez que se acerca un debate electoral mi mente, degenerada después de una adolescencia de seriales televisivos a caballo entre ‘Salvados por la Campana’ y ‘Cosas de Casa’, se imagina el diálogo que habrán tenido los candidatos antes de enfrentarse al atril. Mariano, por ejemplo, le diría a su jefa de campaña: “¿Qué hago si me pongo nervioso?” Y ella, cómplice y maestra, le enseñaría el truco con el que consiguió ganar el Encuentro Nacional del Debate de la madre Patria: “Mariano, imaginate a todos en pelotas. A cámaras, periodistas y público. Mariano, ¡a toda España desnuda!”

Alfredo, tal vez, pidiera consejo para superar los sudores que le recorren la piel y el leve tartamudeo que le entra cuando se pone nervioso. Y, claro, su jefa de prensa, que también ganó el Encuentro Nacional del Debate de la madre patria, le diría con cariño: “Alfredo, visualiza a todos con las gónadas al aire. A fotógrafos, iluminadores y parroquias de bar. Alfredo, ¡a toda España desnuda!”

Siempre he creído que política y carisma deberían ir de la mano. Quiero decir que puede haber mentes brillantes que despunten en economía, justicia, relaciones internacionales y demás segmentos públicos. Pero a un líder, además, se le pide un plus. La persona que se suba al atril debe guardar una serie de cualidades extra como presencia, capacidad de arrastre, credibilidad… Talentos que acompañan a la confianza.

Mientras escribo estas líneas no sé cómo habrá acabado el dichoso debate. Supongo que con dos ganadores, como es usual. Pero sí sé que el interés que generan los dos principales candidatos es mucho menor de lo esperable. Por suerte, después de una adolescencia frente al televisor, llegó una juventud de cine. Y ahora me viene a la cabeza la épica dialéctica de ‘El Discurso del Rey’, el poder de saber decir las palabras, de saber comunicar, de saber expresar, de saber importar.

No veo líderes sobre el atril. No sé ustedes. Yo Me siento desnudo.