Super, de James Gunn

Este verano, James Gunn está llamado a reventar la taquilla con ‘Los guardianes de la Galaxia’, la entrada interestelar del universo Marvel. El cineasta americano tenía en su haber, hasta ahora, dos títulos subrayados y en negrita en lo más alto de su currículum: guionista de ‘El amanecer de los muertos’ (Zach Snyder, 2004) y director de ‘Super’ (2010). Del primer caso, está prácticamente todo dicho. La excelente película de zombies enamoró a Hollywood y su nombre empezó a retumbar en los circuitos de producción. Años más tarde llegó su debut en la dirección con una película indie, alternativa, extraña, de bajo presupuesto y con pocas ambiciones. Irónicamente, su versión realista de los superhéroes llamó a la puerta más grande de todas: Disney.

‘Super’ tuvo la mala fortuna de estrenarse a la par que ‘Kick-Ass’ (Matthew Vaughn), en 2010. Y digo mala fortuna porque ambas cintas comparten un mismo germen: ¿qué pasaría si una persona normal, alguien como usted o como yo, alguien sin ningún tipo de poder o talento especial, decidiera ser un superhéroe? ¿Y si una persona sencilla se pusiera unas mallas y saliera a la calle a defender la verdad y la justicia?

Sin embargo, donde ‘Kick-Ass’ ve una opción para jugar a la épica de la calle, ‘Super’ busca en lo más profundo de un gran perdedor, Frank Darbo (Rainn Wilson, ‘The Office’), y en su sincera vocación por ser feliz. Darbo, tras una refinada lectura de cómics surtidos por su vendedora favorita (Ellen Page, ‘Juno’), se convierte en ‘The Crimson Bolt’, un cutre justiciero armado con una llave inglesa.

Con grandes dosis de humor negro y de violencia palpable (no hay efectos especiales llamativos, pero los golpes de la llave inglesa parecen de lo más real), ‘Super’ es un interesante relato sobre la probabilidad del héroe y del valor necesario para aceptar la derrota y ser feliz con ella. Les recomiendo el ejercicio: busquen la película y véanla antes de que llegue ‘Los guardianes de la galaxia’. Es una forma estupenda de entender por qué Marvel le entregó un presupuesto colosal.

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A Roma con amor

Roma es, haya o no haya ido, el lugar al que más tarde se referirá como un instante. Como el prólogo de los errores más importantes, graves y bellos de su vida. Roma es el misterio original del que nace y del que muere, el chispazo del romance, los cimientos de la locura y la fotografía que abre las puertas que nunca llegaron a cerrarse. Un latir sinfónico y rebelde que acomete la conquista del tiempo con la solidez de la piedra y la fragilidad de la rosa. Roma es tan consciente del drama y la comedia que ordenan el universo como cualquier otra parcela de la Tierra. Pero Roma, a diferencia del resto, es dueña de su risa.

‘A Roma con amor’ dibuja sobre el colosal lienzo italiano -qué bonita sale la ciudad- cinco historias que rondan, a su manera, el mismo tema: el día que todo cambió. Así como el soldado revive los estallidos y la guerra al volver al campo de batalla, Woody Allen sitúa en Roma, la ciudad eterna, el origen primigenio del chasquido que desvió la historia -cada cual la suya-, la decisión que nos tornó en rebeldes de lo establecido. O en todo lo contrario.

¿Quién no sueña con ser cantante cuando escucha su voz en la ducha? ¿Y si un día fuera tan famoso que su sola presencia alterara el orden de las cosas? ¿Eligió al amor de su vida o a la persona que era más razonable? ¿Mereció la pena aquella erótica aventura que nunca jamás contó a nadie? ¿La muerte empieza con la jubilación?

Y toda esta amalgama de filosofía profunda y dramatismo existencial, irónicamente, se presenta como una estupenda comedia que no borra esa sonrisilla que deja el fino y bien hilvanado humor de Allen. Porque todos los personajes, y sus fobias y paranoias (Roberto Benigni, Alessandro Tiberi, Alec Baldwin, Alessandra Mastronardi, Jesse Eisenberg, Penélope Cruz, Ellen Page), son versiones esquizofrénicas del propio Woody Allen. Y todos a merced de Judy Davis, que interpreta a la mujer de Allen, una psicóloga retirada.

Sobre la reflexión final de la película, genial, pronunciada por un chófer sin importancia, hablaremos otro día. Que no se la quiero estropear. Mientras, sigamos escuchando el “volare, uo-oh, cantare, uo-oh-oh”.

 

 

 

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