The Way (y III)

Había estado en una sala repleta de niños en su fase más impulsiva. Pero nunca en una abarrotada por ancianos. La experiencia, aunque no se lo crean, es parecida. Y creo que el misterio está en que los ojos que miran son extremos: el niño bota incontenible sobre la butaca para sentir el burbujeo del héroe que aniquila a sablazos a las bestias enemigas, porque sueña con lo que algún día será. El anciano agarra con fuerza el brazo de la butaca y estremece sus arrugas cuando sabe exactamente lo que siente el protagonista; han estado ahí.

Con los títulos de crédito sobre la pantalla el matrimonio que tenía detrás siguen impertérritos frente a la proyección. El resto de espectadores -un número muy considerable- abandona poco a poco la sala, comentando, con decoro y sin alzar la voz, la película. Cuando el silencio de ausencia se impuso al silencio de respeto -muy distintos-, él le dijo a ella:

-¿Te acuerdas?

-Cómo me iba a olvidar, no soy tan vieja.

-Pero ése es el problema…

-¿Cuál?

-Que sí somos tan viejos.

-Pero estuvimos allí -consuela-.

-Sí, lo hicimos.

Entonces nos imaginé a todos, dentro de muchos años, emocionados de esa manera después de ver una película que no es una joya ni un ejercicio de originalidad. Es sólo una historia para compartir. Al llegar a casa abrí la libreta que llevé al Camino de Santiago y releí el poema en tres partes que coronaba la entrada de los albergues. Terminaba así:

(III)Tu Camino va a Santiago, y tú…

¿a dónde vas?

Hace un año empecé siendo y ahora quiero ser. Gracias por leer este rincón que hoy cumple trescientos sesenta y cinco días. Que viva el cine, que vivan las historias. Buen camino.

The Way (II)

Creo que las lecciones llegan siempre puntuales. Como decía Gandalf: “Un mago nunca llega tarde ni pronto. Llega exactamente cuando se lo propone”. Esta excusa -que confieso haber utilizado alguna vez sin tan buenos resultados como el barbudo-, sacada a un contexto más amplio, es absolutamente cierta. Quiero decir, ‘La sonrisa Etrusca’ (José Luis Sampedro) para un adolescente es un pestiño sobre un viejo; para un adulto puede ser una carta muy personal.

Las personas somos, en esencia, un camino imperfecto repleto de baches, curvas, cuestas y señalizaciones. Si no has llorado en un cementerio al leer ‘Et in Arcadia Ego’, no estás preparado para comprender el sacrificio tan desgarrador de ‘La vida es Bella’. Y, si no tuviste miedo de lo desconocido, quizás se te escape la valentía de ‘Gran Torino’. El caso es que cada historia tiene su momento. ‘The Way’ no es una excepción.

Para qué nos vamos a engañar: ‘The Way’ no es una gran película. Es previsible, artísticamente correcta, no exenta de barbaridades yankis y con un metraje que en su mayoría es un sucedáneo de videoclip con fotografías del norte de España. Pero tiene un espíritu que, si te pilla desprevenido, tocará la fibra sensible. Sin llegar -ni de cerca- a la calidad cinematográfica de ‘Up in the air’, tiene un mensaje similar: ¿Por qué no luchar por lo que siempre quisiste ser? El valor añadido de la cinta de Emilio Estévez es el entorno: El Camino de Santiago. De manera que para el peregrino se convierte en ‘una carta muy personal’. Un mensaje que alcanzará a un destinatario preparado para aprehender el espíritu, el esfuerzo y el símbolo.

‘The Way’ es como abrir el álbum de fotos de cuando hiciste el Camino, nada más salir de la sala. Una excusa para revivir anécdotas, para recordar a los que ya no están y a los que están pero han cambiado. Para enaltecer la promesa o para resucitarla. Es un peregrino más en el que verse reflejado, alguien con quien repetir las tres partes de la poesía:

(II)Para tener compañía,

mente vagabunda peregrina,

que vuela más que camina,

que aún no llega, y ya se va

The Way (I)

Los caminos son así: empiezas siendo y terminas queriendo ser. Cuando anoche metí el pie en el primer charco me vino a la cabeza la mañana en que salimos de Rabanal, tan temprano que no sabías si decir ‘buenos días’ o ‘buenas noches’. Aunque tampoco hacía falta porque lo normal, entre peregrinos, era desear un ‘buen camino’. Con el paso acelerado por la lluvia y el peso de una jornada intensa de trabajo a las espaldas, el cine parecía un destino maravilloso.

El Camino de Santiago no se puede ubicar en un punto concreto del mapa, pero es un lugar muy específico. Una experiencia que compartimos todos aquellos que maldijimos al apóstol y a toda su prole aquella noche en la que las ampollas pioneras hacían comuna en la planta del pie. Supongo que debe ser algo parecido a lo que sienten dos adultos al enterarse que el otro también fue boy scout. O que fueron heridos en la misma guerra. O que estuvieron enamorados de la misma chica. O que son del Atlético, qué se yo.

El lazo es tan fuerte que una sola mirada entre peregrinos es capaz de concentrar el olor del albergue, el sabor de las estrellas fugaces, la música de la mochila y el mismísimo tacto del humo del botafumeiro. El Camino es una aventura sinestésica, en la que toda verdad se magnifica aunque carezca del más mínimo sentido. Porque por algún extraño hechizo -llámenlo deseo, esperanza, fe-, el dolor más intenso se hace soportable y cada sorbo de agua -cada flor, cada soplido, cada colina- es una señal inequívoca de que vas a conseguirlo: entrar en la Universidad, sacar las oposiciones, escribir una novela, ser un buen padre, perdonar a un hijo…

‘The Way’ (Emilio Estévez) es un peregrino más en el que verse reflejado. Alguien con quien recordar las tres partes de la poesía:

(I) Peregrino que subes montes

para ver horizontes

Alma errante y dolorida con hambre de verdades

que busca soledades

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