…Sueña la Alhambra

Siempre fui un ignorante en potencia. Recuerdo que unos compañeros de clase, en la facultad, me invitaron a pasarme por el rodaje de un documental en el que ellos participaban, en la Alhambra. Me negué en redondo. “¿Flamenco?”, dije. “No hay quien soporte el flamenco, las palmas y todo la parafernalia esa que tienen montada alrededor de algo que cualquiera puede hacer. ¡Son gritos!” Como suele pasar en las comedias baratas, terminé yendo.

Es fascinante ver la cantidad de gente que trabaja en una película. Aquella tarde habría un centenar de almas errantes que bailaban -perfectamente organizadas- de un lado a otro. Los pómulos de la Alhambra, ensalzados con varios focos, y unos jardines maquillados para la ocasión, creaban un ambiente tan misterioso como romántico. Una especie de hechizo atemporal en el que ver las entrañas de un motor de leyendas: el cine.

Sin embargo, la rapidez del proyector no tiene nada que ver con los ritmos de la artesanía. Los rodajes son lentos y meticulosos. Y, si no tienes nada que hacer, los pies se hacen pesados. Tras una larga espera, un tipo melenudo sale a escena y se sienta en una silla. Viste un traje elegante, con los puños remangados. Su presencia silencia, por completo, lo que hasta entonces era un hervidero de ideas. Con una sonrisa enorme da por saludados a los presentes y se pone a charlar con el director.

Ni idea de quién era. Pero, como por todos es bien sabido, es mejor parecer tonto a abrir la boca y confirmarlo. Así que procuré, con malas artes, sacar el nombre del fulano: “No le había reconocido con ese traje, ¿tú?”, “¿cuándo fue la última vez que le visteis?, ¿cómo se llama la película?”… Justo cuando uno de los presentes me iba a contestar a la última pregunta, un grito me heló la sangre. Nunca un sonido humano me había conmocionado tanto: esa pasión acelerada, el alma inesperada, la voz quebrada. La vida en un escandaloso suspiro de arte. “Morente sueña la Alhambra”, dijo mi amigo.