El Universo se extiende por un límite invisible que nos empapa. Flotamos en una burbuja donde los maullidos de Schrödinger esperan un chispazo irrefrenable, un orgasmo físico y emocional que origine el principio de todas las historias. Parece mentira que en una quietud tan nimia, tan abrasadora, exista cualquier posibilidad. Ojos verdes, pelo rizado, sonrisa traviesa.
El silencio guarda los colores más bellos de la creación. La mirada, aún perdida, refleja los ríos que se hacen océanos, los caminos que suben montañas, las ciudades que brillan en la noche más cerrada. Las voces que antes guiaban nuestros pasos, nuestros torpes intentos por iniciar algo hermoso y transcendente, algo que cambiase la vida de los que ya viven, no se escuchan más.
Agarras la mano con fuerza, como el padre que acompaña a la madre en el paritorio. No te has dado cuenta, pero estás a mitad de la película y ‘Gravity’ (Alfonso Cuarón) te estresa, te ahoga, te empuja. En vez de hablar, respetas el silencio, el instante que podría ser y no ser, el Universo que se escribe congelado en un fotograma, en una Sandra Bullock que gira sobre sí misma, anclada a un cable umbilical que la acurruca en posición fetal. Y sostienes la mano del que tienes al lado. Sientes cada apretón, cada pulso, cada latido volver a empezar.
Somos un milagro. Usted y yo. Todos. Es un milagro que estemos vivos. Que nos abramos paso por un drama tan extraordinario y que, pese a toda hostilidad, a todas las probabilidades que restan opciones a la vida, hayamos llegado hasta aquí. Es tan probable que muramos hoy que hay que intentar llegar a la noche con una buena historia que contar. Algo que nos ayude a vencer la gravedad, a dar un paso. A aprender, las veces que hagan falta, a andar.
‘Gravity’, mucho más que una película. Sigamos.