Big Bang

Pepe nos paró en mitad de la calle. Hablaba como si llevara varios días regurgitando la pregunta, reformulando las palabras exactas para captar nuestra atención e hipnotizarnos durante horas con una de esas conversaciones que, más tarde, escondes debajo de la almohada. “Si alguien viniera y os invitara a hacer un único viaje en el tiempo para luego volver al presente, ¿adónde iríais, al futuro o al pasado?” Jesús sonrió cómplice, encantado con la propuesta. Yo sonreí cómplice. Incluso la calle, dócil en esa noche quieta, sonrió cómplice.

Después de rellenar un folio en blanco de líneas que resumían en un caótico garabato la inmensa complejidad del tiempo y el espacio, nos sentamos a comer hamburguesas y reímos como si fuéramos normales. Como si no acabáramos de desvelar un brutal misterio de consecuencias legendarias. Como si no importara la sucesión de puntos discontinuos que, desde ese folio, ya originaba un inesperado e imaginativo Big Bang.

Lo más curioso es que ayer recordé aquella noche cuando intentaba escribirles un simple mensaje para estos días: “felices fiestas”. Entonces me senté en el ordenador, puse música y sonó la gloriosa banda sonora de ‘Interstellar’, de Hans Zimmer. Sigo pensando en ella, ¿saben? En la película, digo. He leído cientos de artículos sobre su ciencia, sobre su narrativa, sobre el guión. Y nada consigue que la quite de mi cabeza. Es como ese libro que tiembla en una estantería de baldas consumidas por el polvo: persistente.

Hay una idea en ella. Una idea por encima de todas. La idea que mi mente construye desde que salí del cine: cada instante es el principio de un nuevo universo. Menuda paranoia, ¿eh? Ya sé, parece que he perdido la razón y que alguien debería atarme. Pero, piénselo así: Si cada decisión que toman, cada puñetero gesto o palabra, mutara el sentido del cosmos, ¿no nos hace eso súper poderosos? ¿No tendríamos en nuestras manos los medios para alcanzar la felicidad más honesta? ¿Y si la felicidad fuera consecuencia de la imaginación?

Antes de la pregunta de Pepe, aquella noche, hablábamos de Interstellar. Ahora me doy cuenta que aquella pregunta es la auténtica máquina del tiempo. La que me hará ir y volver. Este es mi deseo para ustedes, en estos días en los que se rodean de la gente que quieren: que la imaginación les invada.

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Algo para creer

A contraluz, la madre y la hija parecen dos sombras de cine en blanco y negro. Unidas por sus manos forman una única silueta sin principio ni fin, como un símbolo de infinito o una pista de Scalextric. Ambas miran por un gran ventanal que sirve de desahogo al centro comercial, cerca de la entrada de los cines. Están tan quietas que parecen estatuas;una extraña parte de la decoración navideña. Miran al cielo, que se ve perfectamente a través del cristal. Es azul cristalino, una mancha de color casi homogénea, únicamente interrumpida por dos líneas de humo blanco que cruzan la bóveda.

No nos habíamos dado cuenta –ni ellas ni yo– de que a nuestras espaldas había un grupo de jóvenes (entre quince y veinte años, vaya usted a saber) que me observaban observar a la madre e hija que observaban el cielo. Ya saben, como cuando pones un espejo enfrente de otro y se forman imágenes hipnóticas difícil de entender. Sin embargo, ellos optaron por pegar el hocico a la ventana y mirar, de primera mano, la espumosa línea blanca que dividía el cielo.

-Es eso que echan los aviones –dice uno, con bufanda.
-¿Humo? –bromea el segundo, con anorak verde.
-Eso es un ‘chemtrail’ –corta el tercero, con una chapa de Pacman.
-¿Pero qué narices es un chemtrail? –replica el anorak.
-Eso es la chorrada esa que dicen que nos infectan con virus y mierdas raras, ¿no? –responde la bufanda.
-No es ninguna chorrada. Hay estudios científicos que lo demuestran. Luego os mando unos vídeos de Youtube –sentencia el Pacman.
-¿Youtube? Sí, muy científico todo… –se mofa el anorak.
-Tío, eso es humo. Vapor de agua. No le busques tres pies al gato –termina bufanda.

El Pacman suelta un bufido y sale por la puerta de la derecha. Acto seguido, se marchan bufanda y anorak. Cuando todo vuelve a la quietud anterior, la hija mira a su madre, con una carcajada que llevaba varios minutos aguantando:

-¡¡No tienen ni idea, mamá!!
-No, hija.
-¿Se lo decimos?
-No, que se lo expliquen sus padres.

(Feliz Navidad, amigos del cine)

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Su ración de palomitas

Descubrió que el cine le hacía feliz y, desde entonces, acude religiosamente tres veces por semana. Si el trabajo y las obligaciones no se lo impiden, se sienta en la butaca número 13 de la fila 6 todos los lunes, jueves y domingos, en la sesión de la noche. Cuando le preguntan, responde escueto y sincero: me gusta. El médico le dice que debe hacer deporte. Que debe salir a la calle, andar, apostar por la vida sana y abandonar el sedentarismo. «No hombre, no deje usted de ir al cine, pero haga otras cosas», le explica el doctor. Él, sin embargo, dispone de pocas horas libres y no está dispuesto a reducir su ración de cine, por muy calórica que sea.

Y es muy calórica. Su amor por las películas comenzó el mismo día en que entró al cine aquella tarde de verano, por casualidad, por despecho tal vez, y pidió a la simpática vendedora del puesto de chucherías un cubo de palomitas y un refresco de naranja. Después de varios años, vendedora y cliente se saludaban con cierta complicidad, sin cambiar un ápice. Hasta que un día ella incluyo una línea inesperada en el diálogo: «¿Quiere algo más, una chocolatina?» Y claro, sucedió lo único que puede suceder cuando te sugieren algo con esos ojillos transparentes: «Vale, me apetece».

Desde entonces, cada cierto tiempo, añadía algo nuevo a sus lunes, jueves y domingos: palomitas, refrescos, chocolatinas, osos de gominola, frutos secos, nachos con queso… hasta helados, cuando hacía calor. Así que es comprensible que el hombre alto y elegante que entró una tarde de verano en el cine, se haya convertido en ese señor pesado, lento y plasticoso que respira entrecortado en los títulos de crédito. Ella, que sigue igual que el primer día, con la misma sonrisa y la misma cariñosa despedida («¡hasta la próxima!»), empezó, hace años, a fijarse en las películas que veía el hombre.

Dramas, romances, aventura, ciencia ficción, documentales… Lo veía todo. Lo curioso, piensa, es que de un tiempo a esta parte –años, quizás–, el hombre repite películas. Ella siempre tuvo buena memoria y está segura de que hay filmes que ha visto varias veces. Se preguntaba por qué alguien querría releer la misma historia tan pronto y no probar una nueva. Pero hoy, cuando le pidió su refresco y una barra de chocolate, descubrió en su entrada un título repetido y en sus ojos una explicación que lo desvelaba todo. Hoy se ha despedido con otras palabras, cargadas de otros deseos: «Feliz Navidad, Íñigo».

Ya saben

“Ya sabes lo que quiero decir”. El tipo, embuchado en una bufanda de colores tejida a mano, se pone los guantes con torpeza mientras balbucea la frase con distintas entonaciones. Evitando pronunciar, con una tímida sonrisilla, lo que ella ya sabe que quiere decir. Los dos, amantes o amigos, quién sabe, llevan veinte minutos despidiéndose en la puerta del cine, bajo carteleras y horarios, con la mirada de la taquillera fisgoneando cada empalagoso gesto.

Nada más salir de la sala reían sin parar. Hablaban de la película, de los artistas y de lo gracioso que les resultaba que la música fuera el motor del cine mudo. Imaginaron lo fantástica que sería la vida si tuviéramos una banda sonora constante que subrayara los gestos, que serían siempre exagerados. Y así, cada dos por tres, sin previo aviso, aparecería un cartel sobre nuestros ojos con las palabras exactas, las que no se pueden trasladar a ningún otro lenguaje.

“¿Qué quieres decir?” La chica coloca un gorro lanudo con puntitos rosas sobre su cabeza mientras selecciona los tirabuzones que dejará colgando como flequillo. Juega con su pelo y pregunta, una y otra vez, con una mirada sostenida por los pómulos, lo que él creía que ella ya sabía que quería decir.

La taquillera se queda embobada cuando ambos interrumpen el diálogo para, por fin, despedirse. Despedirse de verdad. “Bueno pues, nos vemos a la vuelta”, se acerca él. “Sí, claro, a la vuelta”, concede ella. Y se dan un beso en la mejilla. La otra, la taquillera, se desinfla como si fuera la única espectadora de una romántica película en directo. La pareja se aleja, con pasos medidos y prudentes. Cuando la distancia aún era ridícula, él se da la vuelta y le dice: “Eh, yo…yo…yo…”

El hilo musical le frena un instante eterno, suena ‘With or Without You’. Antes de que pueda terminar, ella se adelanta: “Yo también”. “¿Qué?”, pregunta el tipo, sostenido a su bufanda. “Que yo también te deseo una Feliz Navidad”. Sobre los ojos de la taquillera aparecieron unas letras blancas sobre un fondo negro. Decían lo mismo, pero con otras palabras.

Feliz Navidad.

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