Madrid 2020: Corre, Forrest, corre

Llevaba varios días asimilando el último visionado de ‘Forrest Gump’ (Robert Zemeckis, 1994), cuando las fotografías de Madrid empezaron a llorar. Tengo la sensación de que nos hemos volcado en la causa a última hora, como en los exámenes del colegio. Había un ‘runrun’ que revoloteaba por nuestras pantallas, pero casi ninguno le hicimos caso hasta antes de ayer, cuando ya merecía dedicarle un tuit al asunto para ironizar sobre el inglés de nuestros políticos. El de Madrid 2020 era el tercer intento consecutivo por convertirnos en sede olímpica. Y aún creo que no se ha respondido a la pregunta más importante (y más difícil): ¿qué somos?

Se levantó y Jenny ya no estaba. Tras pasar la noche juntos, Forrest Gump, el exitoso empresario de las gambas, el héroe de la guerra, la estrella del ping-pong, el cortador de césped oficial de Greenbow, Alabama, decide salir a correr. Correr, demonios, ¡correr! El tipo, ajeno a su cuenta corriente y a las distracciones de la rutina, atraviesa el camino que lleva hasta el pueblo y luego el que lleva hasta la ciudad, y luego el que lleva al mar, al desierto, al norte, al sur, al este y al oeste. Dos años y medio corriendo porque sí. Porque le apetecía.

Correr, para Forrest, significa mucho más. El niño rompió sus piernas de metal corriendo. Salvó la vida de sus compañeros de batallón corriendo. Y llego hasta los brazos de Jenny, del amor, corriendo. Correr es su forma de afrontar la vida, de derrumbar prejuicios y escalar hasta la cima. Forrest es un corredor. Por eso, un día, sin pretenderlo, su carrera inspira a otros. «Por algún motivo, para la gente tenía sentido… Alguien dijo que esto que yo hacía, daba esperanzas a la gente».

Las fotografías llorando por Madrid 2020 me hicieron pensar en Forrest. Él corría porque era su vocación y la gente que cumple con su vocación termina inspirando a otros. Hacer lo que nacimos para hacer es como arrancar un motor interno que produce una luz de guía incalculable. ¿Realmente queríamos ser Madrid 2020? ¿Estábamos preparados? ¿Era nuestro momento, nuestra vocación? Yo creo que no. Estoy seguro de que llegará el día en que Jenny no esté y decidamos salir a correr. Pero para eso hay que saber lo que somos, lo que nos importa. Ni gambas, ni guerras, ni césped. Sólo correr.

Entonces, tal vez, nos inspiren.

Yo estuve allí

Mi escena favorita de ‘El Imperio del Sol’ (1987) empieza con Jamie, el pequeño Christian Bale, corriendo por el campo de concentración japonés, cambiando un tesoro tras otro hasta sentarse frente a John Malkovich, un superviviente nato que le da la clave para vivir un día más. Jamie imagina que vuela, que pilota un avión de caza, un Cadillac del cielo, que sus piernas son alas metálicas que truenan por encima de las nubes. Pero, sin duda, uno de los momentos clave de la película de Spielberg es cuando el niño confiesa a un grupo de soldados, entre gritos, que acababa de ver la luz de Dios, la bomba atómica. E insiste: “¡Yo estuve allí!, ¡yo estuve allí!”

Una frase sencilla de la que todos querríamos sentirnos parte. Convertirte en testigo de la Historia es un tesoro impagable que no se puede cambiar ni comprar, tan solo envidiar o compadecer. Tres palabras que cierran toda discusión basada en creencias, rumores y pamplinas: Yo estuve allí, no hay más.

El Cine ha creado infinidad de personajes que podrían decir “yo estuve allí”. Uno de los más significativos, carismáticos y, quizás, queridos, es Forrest Gump. Precisamente en él pensaba cuando terminé de leer ‘El abuelo que saltó por la ventana y se largó’, de Jonas Jonasson. El protagonista de la novela (que ya tiene anunciada su versión en gran pantalla), Allan Karlsson, un anciano que celebra su cien cumpleaños, corre un sinfín de episodios a lo largo del Siglo XX que decidirán el rumbo de la humanidad. Y así, una vez tras otra, le escucharemos decir “yo estuve allí”.

Lo que me fascina de todos estos personajes, viajeros nómadas, es que todos, sin excepción, consiguen una felicidad perdurable en el tiempo, sin importar el espacio. Ya sea en una prisión, en un gulag, perdido en una ciudad devastada o en mitad de la guerra. Todos miran al frente y avanzan, sin lamentar, sin llorar. Sólo despliegan las alas y corren como si fueran aviones. Y pienso que, tal vez, ése sea el secreto para ser testigo de la Historia: disfrutar del viaje.