La primera vez que lo vi no entendía los chistes, pero me hacía gracia igual. Ya entonces creí que era un viejo muy simpático. No sabía si era la irónica combinación de canas, símbolo de sabiduría, con ese rostro tan expresivo, gesto del niño que lo ve todo por primera vez. Pero Leslie Nielsen siempre fue un grande. Y, desde el primer minuto, me embaucó.
Leer que Leslie Nielsen ha muerto ha sido como recibir un puñetazo en el estómago de tu mejor amigo. Quiero decir, todo el mundo tiene que morir, pero esto no me lo podía esperar. Para mi generación fue siempre ‘un viejo’ (desde el mayor de los cariños y del respeto), así que no debe extrañarles si confiábamos en que Leslie estaba en posesión del secreto de la vida eterna.
Pudo presumir de ser el actor que elevó la chorrada a la categoría de genialidad. Estoy convencido de que su magia residía en que mientras que su cuerpo y su expresión se mantenían serenos, crudos incluso, por su boca desfilaban perlas como esta: “Confiaba en ella, me dejé llevar por el corazón como un imbécil. Tenía que aprender a olvidar… por ese cogí las vacaciones en Beirut, para olvidarla, para descansar en paz”.
Conforme leía que había muerto de una triste neumonía me vino a la cabeza la escena en la que un hospitalizado Edward Bloom, el protagonista de Big Fish, le decía a su hijo que le contase la historia real de cómo se iba. Hoy seré yo el que les narre, en palabras de Frank Drebin (‘Agárralo como puedas’), cómo se fue Leslie Nielsen: “Un paracaídas que no se abre, quedar atrapado en el engranaje de una máquina, que un lapón te muerda en los huevos. Así es como yo quisiera morir”.
No hay nada mejor que despedir a alguien con una carcajada.