Tomboy

Decidir quién vas a ser el resto de tu tiempo no es algo sencillo ni programable. Unos nacen. Otros se hacen. Los hay que tardan una vida en descubrir lo que les gustaría haber sido. Y claro, ni siquiera tienen tiempo de llorar. Por eso hay que atesorar las curiosidades, los momentos fangosos, los errores y las incertidumbres. Porque serán los que nos desvelen las claves de nuestro personaje. ¿No te equivocaste nunca en nada?

‘Tomboy’ es un sencillo relato sobre la identidad. Es tan pequeño, tan directo, tan sutil y evidente, que refresca como un Calipo de lima limón en mitad del verano. La película francesa, dirigida por Céline Sciamma, juega con dos elementos mucho más complejos de lo que parecen: la inocencia del niño y la sospecha del adulto. Un ensayo de poco más de una hora y cuarto que, además de entretenido, contiene un fantástico debate abierto a todas las edades, sin complejos ni prejuicios.

Es posible que prefieran no leer este párrafo, ya que, aunque no es ningún secreto –está en todas las sinopsis que busquen de ‘Tomboy’–, yo hubiera preferido no saberlo antes de ver la película. Avisados están (pueden seguir libres tras la cursiva):

Una familia se muda a un indeterminado barrio residencial de Francia. Es un barrio precioso, repleto de vegetación y espacios para que los niños jueguen. Una pandilla llama la atención de nuestra protagonista, Laure, una niña de 10 años que lleva el pelo muy corto. Como un niño. Sin saber muy bien por qué, cuando la tropa de zagales le preguntan su nombre, ella responde «me llamo Michael». Y todos creerán que es un niño (de ahí el título ‘Tomboy’, traducido coloquialmente como ‘marimacho’).

Permitan que les avise –por cierto, ya pueden leer todos de nuevo– de lo que les pasará al finalizar la película: una extraña sonrisa recorrerá su cara. Una de esas sonrisas cómplices que no pretenden terminar en carcajada, sino provocar una charla con cualquiera que se preste. Porque ‘Tomboy’ no trata sobre la condición sexual de nadie. Eso sería tener muy pocas miras. Trata sobre decidir quién vas a ser y cómo vas a contarlo. Vean la película con la inocencia de un niño y analicen con la consciencia del adulto. Si yo fuera profesor y diera tutorías, anotaría esta película.

En la Casa

El vínculo entre maestro y alumno es inevitable. Puede nacer del odio, del amor, de la admiración o de la repudia. Pero si lo son, si terminan siendo maestro y alumno, voz y escucha, el vínculo nacerá indestructible, pese al tiempo, la distancia o la mismísima muerte. Son dos caras de un mismo examen. Pasados los años, unos harán piña para mofarse de ‘El topo’, ‘El plumillas’ o ‘El bigotes’, los profesores de su infancia y adolescencia. Otros sentirán la nostalgia cargada de futuro, el olor del esfuerzo, la vocación que una mañana de noviembre despertó en mitad de la lección.

‘En la casa’ es el maravilloso encuentro de Germain, un profesor de Literatura hastiado de la rutina, y Claude, un alumno adolescente enamorado del mundo que le rodea. A ambos les une una pasión por las historias, por las letras y por el hipnótico proceso de escribir. El director François Ozon mezcla la creatividad, el arte, la realidad más detallista y las mentiras que se disfrazan de verdad para crear un entretenidísimo relato, apasionante en forma y contenido.

La película francesa combina con sabiduría humor, suspense y drama en una película que podría haber firmado el mejor Woody Allen (al que dedica un pequeño guiño a ‘Match Point’). El guion goza de una originalidad absoluta, navegando por tres tramas distintas y complejas que profundizan en aquel teatro sobre el teatro, en aquel meta-escenario de Bertolt Brecht.

Para todo el que soñó vivir de la literatura, ‘En la casa’ es una película imprescindible. Para todo el que sintió un vínculo especial con su profesor, ‘En la casa’ es una película imprescindible. Para todo el que disfrute con una película intrigante, profunda y terriblemente imaginativa, ‘En la casa’ es una película imprescindible. En definitiva, padre o hijo, profesor o alumno, ‘En la casa’ es una película imprescindible. Y ahora, por favor, completen la frase y escríbanla cincuenta veces en la pizarra: «En la casa es una película…»

Intocable

Dibujar me hacía feliz. Tenía diez u once años y rellenar folios en blanco con héroes, personajes narizones y ondas vitales me divertía horrores. Lo hacía en mi tiempo libre. Y también en clase: márgenes de libros, libretas, apuntes, mesas y pizarras. Todo valía. Entonces fui a patinar por primera vez en mi vida a ‘Don Patín’ (local que los ochenteros recordarán) y me partí la muñeca derecha. Escayola y varios meses sin coger un lápiz.

‘Intocable’ es la comedia francesa del año no por hacernos reír cuando deberíamos llorar, sino por hacernos llorar en mitad de una carcajada. Philippe es un rico filántropo que vive recluido en una cárcel de piel, huesos y músculos: es paralítico de cuello para abajo. Dris, pobre, parado y ex convicto, termina trabajando para él como su cuidador personal. Desde el primer minuto, Dris no tendrá pelos en la lengua para tratar a Philippe como uno más, sin complejos ni melancolía. Y esa será la clave para crear una amistad más fuerte que las barreras invisibles que separan a ambos del ‘mundo real’.

La sencillez de ‘Intocable’, una película fácil de ver, choca con el enorme océano de reflexiones al que nos enfrenta. ¿Se puede superar todo? ¿Cuántas veces podemos aprender a vivir? ¿Estamos obligados a aceptar la adversidad? Preguntas que buscan respuestas en el arte -la música, la pintura- que Philippe enseña a Dris con la pasión de un profesor vocacional. Ambos, químicamente engarzados, interpretan con brillantez la esencia de las cosas al son del siempre genial pianista Ludovico Einaudi.

Tal vez algo sobrevalorada, la comedia francesa cumple su objetivo: enternecer, meditar y arrojar esperanza. A mí me recordó, en una pequeña, humilde e insignificante escala, a aquella vez que no pude dibujar, no por falta de ganas, sino por tener los dedos recluidos bajo un cabestrillo. Siempre lo recordaré como la época en la que aprendí a dibujar con la izquierda.

Micmacs

La rareza es el privilegio incomprendido. El extraño y aún así cotidiano poder de ser inesperado, de sorprender con un talento innato y genuino. Una capacidad que te diferencia del resto de seres humanos y que, al mismo tiempo, te convierte en un indiscutible miembro de la especie. Ya saben: el tipo que utiliza los dedos de los pies como si fueran manos, la chica que huele las flores a través de un cristal, el virtuoso de los malabares con cuchillos, la niña que presiente la lluvia… Al final, todos somos superhéroes en potencia. Queramos o no aceptarlo.

Jean-Pierre Jeunet (‘Amelie’, ‘Delicatessen’, ‘Largo domingo de noviazgo’) dirigió en 2008 una película que se estrenó en 2009 y que llegó a España la semana pasada: ‘Micmacs’. Una fábula moderna sobre la gente rara que colorea nuestras calles y un canto al arte como única y más poderosa arma de revolución. El arte como el mayor enemigo de La Guerra.

Bazil es un hombre vivo, pese a lo que debería dictar la lógica: después de que su padre muriera por una mina antipersona, él recibió, de rebote, una bala en su cabeza. Los doctores decidieron dejarla dentro, ya que quitarla podría suponer la muerte inminente. Cuando sale del hospital se encuentra sin casa ni trabajo, por lo que tendrá que utilizar sus habilidades de payaso para sobrevivir en la calle. Hasta que un día se encuentra con Placard, el patriarca de un grupo de habilidosos ‘artistas’ que le abrirán las puertas de su hogar. Bazil, ayudado por el resto de ‘raros’, buscará su particular venganza contra la industria armamentística.

‘Micmacs’ es una suerte de ‘X-Men’ sazonada con algo de ‘Mistery Men’ y aliñada con el buen humor y la entrañabilidad de ‘Amelie’, que deja un sabor fresco y agradable. Una película imprescindible en una cartelera previsible. Jeunet se gana al espectador con dos elementos clave: personajes trabajados, carismáticos, repletos de matices, y un guion que encuentra la complicidad del espectador con cada nuevo fotograma.

No les voy a engañar, es una película rara. Ya. Bueno. ¿Y quién no?